miércoles, 6 de mayo de 2009

El milagro de Anne Sullivan, Arthur Penn, 1962


El milagro de Anne Sullivan, de Arthur Penn, 1962

Por: Betuel Bonilla Rojas
Si uno quisiera, así fuera de manera puramente provisional, postular una película como un clásico, es decir, aquellos filmes con un contenido profundo, reflexivo, sumado a una estética que lo respalde, entonces habría que incluir, necesariamente, El milagro de Anne Sullivan. Porque resulta que en esta película se hace sumamente difícil desligar lo uno de lo otro, separar esos elementos que provienen del universo de los hechos de los que nos llegan desde los planos, las caracterizaciones, la fotografía, la música y los efectos, de ese algo global que llamamos relato cinematográfico.
De esta manera, en el territorio de lo que se cuenta, la historia nos narra, a partir de una obra de teatro y un extraordinario guion de William Gibson, lo que le sucede inicialmente a Helen Keller y a su “desafortunada” familia. A Helen, una misteriosa enfermedad la dejó ciega, muda y sorda cuando tenía tan sólo diecinueve meses de edad, algo terrible no sólo para quien lo vive, sino para quien lo presencia y lo padece como acompañante. Y en esto la película no se concede licencias. Rápidamente vemos el idilio familiar en planos generales y de conjunto, en un ambiente aristocrático y frente a una pantalla brumosa, e inmediatamente después tenemos el alarido de Katie al advertir la anormalidad de su hija.
Pocos instantes después estamos instalados frente a la misma niña, en el mismo ambiente, en una edad casi adolescente. Ha bastado una inteligente elipsis para hacernos partícipes no sólo del paso del tiempo, sino del paciente sufrimiento de la familia en estos años. La niña es ahora un indomable animalito que no obedece llamado distinto al de sus puros caprichos. El cuadro familiar se reduce entonces a la contemplación estoica de la tiranía que proviene de las anomalías de la naturaleza. A la niña no le ha sido negada la facultad de la inteligencia, sino del lenguaje, aunque, desde Vigostsky, entendamos que uno y otro se determinan y complementan a lo largo de la vida.
Katie, la sufrida madre, implora a su marido, el capitán Arthur Keller, para que agote las últimas posibilidades de tratamiento en el prestigioso instituto Perkins, de Boston, célebre por adelantar estudios con casos similares a los de Helen. Nada se pierde cuando el estado de postración de la chiquilla es tal que deambula por la casa como una bestia salvaje, tirando todo a su paso y comportándose como un ser sin la menor conciencia de moral y buenas costumbres.
No obstante este atraso, vemos que la niña, merced a sus deficiencias, ha agudizado sentidos como el tacto y el olfato y de esa manera, desde otros ángulos del conocimiento, se aproxima al mundo.
La petición de Katie es aceptada y pronto hace su arribo Anne Sullivan, una joven mujer que proviene de un ambiente pobre, de una familia atribulada por distintas vicisitudes que han cruzado sus vidas. Ella ha estudiado en el instituto Perkins y allí ha superado sus propias falencias, pues, como Helen, había perdido la visión a los cinco años y la había recuperado parcialmente luego de dos operaciones. De dicho instituto se graduó con honores y pronto le fueron encomendadas misiones de recuperación similares a la suya.
Primero viene la exploración inicial, mediante el tacto, y el diagnóstico queda casi que establecido. Ese primer contacto entre Anne y Helen nos es referido mediante un largo plano de conjunto, que cae luego en primeros y primerísimos planos para relacionarnos con el universo sensorial que ambas manejan. Las manos hablan por sí solas, y aunque, ignorantes de esos códigos no logramos descifrar las bondades del recurso, vislumbramos en esos movimientos la poesía de lo puramente visual, de eso que está más allá del lenguaje articulado.
Pero ese primer paraíso lleno de mutuas simpatías pronto se desintegra y Helen se niega al reconocimiento de una autoridad. Lo suyo es una anarquía inteligentemente aprovechada para manipular a quienes la rodean, imbuidos ellos, desde luego, por una suerte de emotividad cargada de culpa y prurito de nivelación. Desde un comienzo la premonitora Anne llega a la conclusión de que el problema principal es que “la obediencia sin comprensión también es una ceguera” (frase que pareciera anunciar las de El niño salvaje, de Francois Truffaut, 1969), así en este caso sea emitida tiempo después en uno de los momentos de mayor tensión de la película. La salida se plantea entonces en el terreno de las rivalidad, del imponerse mediante la voluntad a otra voluntad que se reconoce como única. Pero están los padres, y su sobreprotección, y su complejo de culpa. Entonces Anne apela a su último recurso y saca a Helen de ese hábitat que le proporciona la seguridad a su barbarie. En el desprendimiento de los padres, intuye Anne, puede estar la salvación definitiva de Helen.
Antes, en una escena memorable no sólo de la película sino de toda la historia del cine, somos testigos de una batalla campal que tiene lugar en el comedor. Apremiada por Anne para que coma por sí sola, Helen establece con ella una disputa de caracteres para ver quién se erige como dominadora. Aquí vemos una gama de planos que van desde el plano contra plano hasta picados, planos de detalle y contrapicados que nos hacen ir de la risa al desconsuelo, de la carcajada al gesto censor. No sabemos si el método es el correcto. A veces nos condolemos del estado de la chiquilla y a veces entendemos, con Anne, que esa inteligencia requiere de ciertos estímulos y ciertos mecanismos de control, así nos resulte casi inverosímil que pueda llegar a mejorar.
Trasladadas aprendiz y maestra a terrenos neutros, sin la presencia de los frágiles padres, la lucha toma otro matiz. No es que se detenga, sino que la hostilidad marcha a la par con el desarrollo de las capacidades de la niña, con la explotación acuciosa de su potencial sensorial. Nuevamente hacen presencia bellos planos, adobados con la irrupción de flashbacks que de manera casi surrealista asaltan como pesadillas los descansos de Anne. Porque ella, heredera de sus propios infortunios, quizás reconoce en los síntomas de Helen rasgos comunes con su vida pasada. Son esos, pasajes que oscilan entre lo brutal y lo tierno, con claroscuros que nos sumergen en un pretérito que no se ha disuelto del todo.
Con el traslado de las protagonistas tenemos a nuestra disposición bellísimos planos abiertos en los que Helen se va untando de mundo. Pero no es sólo ella, somos también nosotros quienes, desde la propuesta de lenguaje de Anne, nos adueñamos de esos objetos que sin éste serían del todo ajenos. Anne es impenetrable como una roca y su único horizonte parece ser la recuperación de la niña. Vencido el plazo concedido por el doctor Keller, la niña es expuesta ante sus padres con sus pequeños logros y el experimento colapsa. No sólo es su debacle, sino la de Anne, quien se niega a creer en tal fracaso. Nuevamente ella toma las manijas de la situación y las cosas mejoran hasta el bello final. Y es justo este final uno de los tantos momentos sublimes que nos regala la película. Nuevamente los planos van y vienen entre primeros planos y planos generales de enorme composición de los elementos dentro del encuadre. La sinfonía ha terminado y asistimos a una felicidad que nos toca como espectadores, como testigos de un excelente filme. La película obtuvo dos premios Oscar: Mejor Actriz Principal y Mejor Actriz de Reparto, así como la nominación de Arthur Pen a Mejor Director.


domingo, 3 de mayo de 2009

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Por: Betuel Bonilla Rojas

Cuenta el mito griego que Pygmalion, rey de Chipre y célebre escultor, pasó buena parte de su vida anhelando la presencia de la mujer perfecta para tomarla como esposa. Esculpió entonces la estatua de una bella mujer, a la que llamó Galatea y, merced a un sueño en el que Afrodita insuflaba vida a su creación, hizo realidad su deseo.
Con esta noción del mito escribió George Bernard Shaw su célebre obra teatral, Pygmalion, publicada en 1916. Esta pieza de Shaw dialoga con lo mejor del teatro, tanto el contemporáneo como el clásico. Tiene, por ejemplo, la genialidad, el cinismo y el gusto a champaña de las mejores piezas de Wilde —La importancia de llamarse Ernesto—; o el análisis irónico de época que caracterizó a un Ibsen, a quien el propio Shaw idolatraba —Casa de muñecas—. Con varias y exitosas presentaciones de la obra en Europa, fue muy rápido el tránsito de Pygmalion hacia el cine, una industria que, por demás, todavía extraía su materia prima principalmente de la literatura.
Anthony Asquith, célebre director de la época, acogió la idea y vinculó al proyecto, como codirector y actor, a Leslie Howard. La película se estrenó en 1938 y, para el año de 1939, durante los premios Oscar, recibió el galardón a Mejor Guión, además de tres nominaciones: a Mejor Película, Actor de Reparto, Actriz de Reparto.
La película, fiel y absolutamente obediente a la idea de Shaw, es una bella puesta en escena que apela no sólo a la brillante caracterización de Leslie Howard en el papel de Henry Higgins, sino a los mejores recursos con los que para la época contaba el cine. Empieza allí mismo donde Shaw abre su drama, en una concurrida plaza en la que se venden flores. Hay gritos y personas que transitan y dentro de ellas emerge la figura de Eliza, una tosca mujer que reparte flores y habla de manera extraña, con recortes de palabras y extraños sonidos que se asemejan más al gorjeo de los pájaros. Muy pronto entra en situación Henry Higgins, profesor e investigador de la fonética del lenguaje, quien, a la usanza de la policía secreta, toma nota de los comportamientos lingüísticos de los habitantes.
Inmediatamente sobreviene un impase con las dos damas de la familia Hill, y el profesor aprovecha este momento para echar a andar a andar su proyecto, el mismo que le da sentido a la película.
Así, Higgins, y el coronel Pickering, a quien Eliza degrada inocentemente al rango de capitán, acuerdan una especie de apuesta en la que Higgins se compromete a hacer de Eliza, una burda muchacha analfabeta, toda una huésped de la aristocracia inglesa, esto en tres meses.
Se pasa entonces de planos en exteriores y de conjunto a planos generales, en interiores, en la casa de Higgins. Allí, apoyado en la señora Pearce, el investigador comienza la transformación de la elemental Eliza en una refinada dama de sociedad. Es una metamorfosis tanto interior como exterior, mediada siempre por los avances graduales en el manejo del lenguaje que Eliza empieza a alcanzar. Son planos cortos los que tienen lugar en esos instantes de transformación. Abundan las relaciones entre campo y fuera de campo a través de un recurso que para la época era toda una sensación, los espejos como la posibilidad de traer al encuadre aquella porción de la realidad que por razones de espacio no alcanzaba a ser tomada en un solo plano.
Un día, de la nada, hace su aparición el señor Doolittle, el padre de Eliza. No teníamos noción de él porque el abandono de ella hacía pensar en una orfandad. Es este un personaje simpático, inescrupuloso y grotesco, que cree ver en el enclaustramiento de su hija un motivo para chantajear al adinerado Higgins. Pero la inteligencia y la severidad del profesor lo doblegan y sale por donde llegó, sin haber conseguido mayores dividendos de su visita.
Mientras el experimento avanza en medio de métodos irritantes y fonógrafos que registran el progreso de Eliza, el coronel Pickering sirve de testigo a cada uno de los pasos. Higgins nunca disminuye la intensidad de su enseñanza, que asume aun las horas nocturnas y que pretende llenar la vacía cabeza de Eliza con conocimientos, en su mayoría de índole protocolario. Rápidamente pasamos de un plano a otro, en la misma secuencia, pues más que el detalle importa la mirada abarcadora de lo que se hace con Eliza.
Incorporada ya al nivel de las mejores aristócratas inglesas, pronto la nueva dama debe soportar la prueba de fuego en un prestante salón de la nobleza. Antes, ha tenido una primera salida, desafortunada, la cual marca el reencuentro con las Hill y con Freddy, un extraño sujeto, miembro de la misma familia, ridiculizado al extremo en esta propuesta de Asquith y Howard.
El experimento resulta todo un éxito y Eliza es no sólo aceptada sin miramientos, sino que es ascendida al nivel de una enigmática húngara de sangre azul, atributo que le confiere un estúpido discípulo de Higgins, ya no, como fina parodia, en lenguas regionales, sino universales.
Estos instantes de gala son aprovechados por los directores para hacer uso de un refinamiento en los planos, con grandes profundidades de campo y abundantes planos de detalle en los que se aprovecha al máximo la cámara para poner de presente la fastuosidad del escenario. Es una estilización del enfoque. Abundan los planos generales que de manera, ahora sí detallada, se detienen en este o aquel vestido, en esta u otra dama, entre la cuales Eliza parece ser siempre la soberana.
Luego, ya en casa y terminado el experimento, Eliza retorna a su papel de simple aprendiz de Higgins y se pierde el encanto de su primera noche de Cenicienta. Pero ella es ya otra y se le rebela a su creador. La obra del escultor, entonces, en una trasgresión del mito, desobedece el pasivo papel asignado y decide asumir un discurso propio, ahora en su nuevo lenguaje. Viene entonces uno de los mejores pasajes de la película, aquel en el que la pareja Eliza-Higgins discute sobre la legitimidad del tratamiento aplicado y se pone en tela de juicio el humanismo del profesor. Es una discusión elaborada mediante el recurso técnico del plano contra plano, encuadres de enorme factura que pueden servir de lección a la hora de sortear situaciones similares. La palabra va y viene sin que uno de los dos tenga que abandonar completamente el encuadre.
Un poco desde la inventiva del propio Shaw, un tanto desde los aportes de los directores, los diálogos de la película y la manera en que se estructuran son magistrales, revisten a la historia de las mejores discusiones intelectuales de la época. El intelectualismo tan en boga, en un mal aprendizaje del superhombre nitzscheano, se deja ver en todo su esplendor en las intervenciones crudas y los métodos positivistas de Higgins, por supuesto, en perfecto debate con el humanismo que pregonan Pickering y la misma Eliza, aun sin conocimiento de causa.



jueves, 30 de abril de 2009

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Por: Betuel Bonilla Rojas
Hay en la historia del cine películas que parecen ya haber sido hechas, propuestas que en ciertos fragmentos se antojan remakes de otros filmes, de otros directores. Este es el caso de Escritores de la libertad (1999) y Mentes peligrosas (1995). Ciertos elementos comunes permiten evidenciar influencias, marchas paralelas. En ambas, por ejemplo, tenemos el caso de mujeres heroicas que doblegan adversidades. En ambas, más que instituciones educativas, pareciéramos estar frente a reformatorios, reclusorios que albergan delincuentes potenciales o reales. En ambas, hay antagonistas que bordean la otra orilla, simpatizantes obstinados en que nada cambie, en que el determinismo social siga su curso de segregacionismo.
Pero bueno, si estos son elementos coincidentes, también son muchas las diferencias. Hay que ver nomás el papel plano de Louanne Johnson, encarnado por Michelle Pffeifer, en Mentes peligrosas, un personaje al que sólo le conocemos su terquedad por mejorar el orden imperante, pero que de tan heroica parece tener poco de humano. No ocurre lo mismo con Erin Gruwell (Hilary Swank), para el caso de la película de LaGravenese, un personaje mucho más dinámico, con altibajos en su periplo y sus emociones, que asume su heroicidad a plenitud pero sin renunciar a su condición de mujer, atravesada por problemas de orden afectivo, con Scott, primero, y con su padre, después.
En esta última propuesta, al menos en su primera hora, el director parece querer cometer los mismos errores de John. N. Smith, es decir, reducir todo al mero melodrama, al mundo simplificado de los salvados y los salvadores, sin matices, sin que las emociones y los dramas de los personajes alcancen a ser nuestros. Pero en un segundo fragmento, la película de LaGravenese cambia de dimensión y la tensión se agranda porque empezamos a ver frente a nosotros a seres humanos casi reales, seres que se conmueven y perturban (como en las extraordinarias imágenes de los testimonios del holocausto), que padecen flagelos que reconocemos como ubicables en nuestro mapa del universo. Curiosamente, a la par de esta nueva dimensión, también la forma toma un giro y aparecen recursos cinematográficos ejemplares, como el plano contra plano en una de las disputas entre Margaret Campbell (Imelda Staunton) y Erin Gruwell, recurso que eleva la tensión en el momento en que los dos modelos pedagógicos se contraponen, o los difuminados sobre el cuerpo de Erin dándonos la sensación de movilidad y de paso del tiempo, o los planos en cámara lenta que se combinan con los flashback cuando los estudiantes, a partir de sus diarios, dan cuenta de la crueldad que ha rodeado sus vidas, técnica que parece haber sido tomada de Walter Salles en su bella Estación central, 1997.
De todas maneras, para el caso de la película de LaGravenese , y sin renunciar a lo que de melodramática y sensiblera tenga la propia historia, esa que parte del libro The freedom writers diary, de Erin Gruwell, estamos ante un producto mucho más elaborado en términos cinematográficos, con una historia central bien definida (la de los chicos y sus dramas particulares), pero que va conectando con otras temáticas perfectamente engajadas dentro de su intención. La alusión directa y de lejos a las famosas Panteras Negras es un claro ejemplo de la manera en que la historia real se acopla con la ficción para dar la sensación de totalidad, de fusión entre los dos mundos (se puede ver también la conexión con Panteras negras, la película de Mario van Peebles de 1995).
También constituye un indudable acierto el giro repentino que van tomando los personajes en sus actos y sus actitudes, algo que pone de presente un muy buen guion, que , insisto, trata no tanto con criaturas ficticias del cine, sino con seres de carne y hueso. Baste, por ejemplo, ver la forma en que el personaje de Scott (Patrick Dempsey), va de la euforia y la felicidad al derrumbamiento absoluto, a la pérdida de las certezas, una marcha que corre opuesta a la de los logros de los demás personajes (“no todo puede ser felicidad porque si no estaríamos en un mundo irreal”, parece querer decirnos La Gravenese). O la manera en que Steve Gruwell (Scott Glem) adopta un giro contrario que va de la oposición a ultranza a la complicidad, se va humanizando en la medida en que esos dramas empiezan a tocarlo de cerca. En cambio, con Margaret Campbell sucede justo lo que debía ocurrir en el campo de lo real, así eso contradiga nuestros deseos como espectadores. Ella no se modifica porque representa esa línea dura que no está dispuesta a cambiar así la vida le demuestre lo contrario.
Es obstinada y en su rígida mente la idea del movimiento está excluida. Hay en cierto momento del filme una pequeña trampa que nos hace presagiar otros rumbos. La señora Campbell se asoma a ver cómo avanza la entrevista de la invitada con los estudiantes y pensamos, como espectadores heroicos, que ese hecho la hará cambiar. Y puede ser que efectivamente se haya conmovido, que en lo profundo de su ser entienda que su lucha es un error. Pero ella no es una persona, es todo un sistema que se niega al cambio porque de fondo hay otros intereses, otras motivaciones secretas en las que la idea de la igualdad no es bienvenida. “La integración es una mentira”, dice en una ocasión uno de esos personajes que encarna la línea “dura”.
Es aquí, justamente, cuando la película se separa de esos filmes marcadamente melodramáticos para insertarse en un plano más hondo del debate. Haber hecho concesiones en todos lo sentidos hubiera sido dar un mensaje de felicidad que no se corresponde con un verdadero análisis del asunto.
Los famosos Diarios de los escritores de la libertad, con una Erin Gruwell de verdad a la cabeza, vieron la luz en Los Ángeles, en 1999. Esto tenía lugar en la institución Wilson, un plantel que, merced a los últimos decretos en materia educativa, empezó a reclutar a jóvenes pandilleros que resultaban un problema para la comunidad. Rechazados por los profesores que vieron en ellos una afrenta contra la calidad educativa y la permanencia de los jóvenes adelantados, encontraron en Erin una luz para salir de sus problemas y acariciar fugazmente una pequeña esperanza de ser ciudadanos de bien.
Sobre esta idea arma LaGravenese su película. En ésta, la reflexión sobre la educación ocupa lugar primordial, así esa discusión no se haga de manera explícita sobre presupuestos teóricos, sino que más bien se deslice a lo largo de toda la película, a lo largo de varias décadas de la humanidad, y encuentre como conclusión que la tolerancia es necesaria para que la humanidad marche equilibrada hacia un destino común. La historia de la humanidad está plagada de errores y es tarea de la educación propender porque no se repitan, y del cine, como arte y esfuerzo de síntesis, dar cuanta de tales disputas.






viernes, 10 de abril de 2009

Los cuatrocientos golpes

Los cuatrocientos golpes, de Francois Truffaut, 1959

Por: Betuel Bonilla Rojas

Varias preguntas rondan la reflexión sobre la educación a través de todos los tiempos: ¿Es la institución educativa, con todas sus normas y sus mecanismos, el terreno propicio para los desarrollos de niños, niñas, jóvenes y jovencitas? ¿Qué tanta incidencia puede tener en dicha educación los antecedentes familiares, aquello que el niño porta genéticamente y que lo hace único en el universo? ¿Pueden los padres, sin más, depositar en las instituciones la confianza absoluta para que allí sus hijos sean formados en conocimientos, actitudes y valores? ¿Cuál es el porcentaje de responsabilidad de la institución educativa, y cuál el de los padres en casa? ¿Cuál sería la educación ideal?
Ningún aparato de la sociedad, ninguna sociedad en sí misma, ha podido, en uno u otro momento, evadir estas preguntas. Tampoco el arte ha sido esquivo a éstas. Charles Dickens, en Tiempos difíciles, intentó resolverlas a su manera. También lo hizo don Miguel de Unamuno en Amor y pedagogía, o Manuel Rivas en ese magistral cuento que es La lengua de las mariposas. El cine, por supuesto, ha hecho valiosos aportes a la discusión.
En este caso dicha reflexión le corresponde a Francois Truffaut, el enfat terrible de la Nouvelle Vague. El guión estuvo a cargo de él y de Marcel Moussy. El escenario es París, en los años cincuenta, y el protagonista es el jovencito Antoine Doinel, de doce años, encarnado, en su primer protagónico, por quien a la postre sería el actor preferido de Truffaut, Jean Pierre Léaud.
Al comienzo de la película viajamos en una cámara subjetiva a través de París, al menos así nos lo indican ciertos íconos, como la torre Eiffel, que primero vemos de lejos y luego rodeamos hasta casi tocarla. Es una cámara, como lo indicaban las reflexiones de la Nueva Ola, que viaja casi al hombro, que por momentos pareciera perder foco y que registra angulaciones distintas para cada uno de los planos, por supuesto, de la mano de la excelente fotografía de Henri Decaë. Todo el aprendizaje, toda la reflexión planteada desde André Bazin (a quien está dedicada la película) sobre el cine como constructo teórico, parecieran estar apareciendo en la opera primera de Truffaut, un abierto homenaje, salta a la vista, a Cero en conducta (1933), de Jean Vigo.
De ese primer viaje, hecho al parecer por el protagonista, Antoine Doinel, saltamos inmediatamente al colegio y escuchamos la frase lapidaria de uno de los profesores: “El recreo no es una norma sino una recompensa”. Por supuesto, ha sido emitida con toda su carga de in (justicia) por el incumplimiento de Doinel a una de las tareas dejadas por el profesor. Doinel, hasta ese momento, no encaja en el modelo del chico díscolo, indisciplinado, de ojos vivaces y andar turbio; por el contrario, es despacioso, de ojos tristes, retraídos, y más bien hace todo con cierta desidia, como si no le diera mayor importancia al trabajo en clase y al posterior castigo. Pero inmediatamente después empezamos a entender algunas cosas. Las conversaciones entre Gilberte y Julien, su madre y padrastro, no son lo que se dice ejemplarizantes, están llenas de silencios, de frases cortadas que laceran cada vez que se emiten, de miradas que no se condicen con el amor de los padres entre sí. Pocos minutos después lo comprueba el propio Doinel cuando ve a su madre, en plena calle, besándose con un hombre que no es su padrastro. Para colmo, dicha verificación se da en presencia de su amigo de clases, una pena y una vergüenza que se vuelven compartidas.
Luego tenemos el conflicto en su máximo punto a lo lago de toda una semana. Antoine sigue faltando a sus deberes en el colegio, cada vez más de la mano de su amigo, y las sanciones y reprimendas avanzan de manera directamente proporcional. Ya nada parece detener su desazón, esa incomodidad que empieza en casa y que explota en el aula de clase, en medio de profesores ortodoxos que ven en la disciplina el grado máximo de desarrollo de sus alumnos. Pero no todo en él es evasión e inconformidad, no todo en él es carencia de responsabilidad ante la sociedad y los deberes intelectuales propios de la fase que le compete. Lo vemos leyendo a Balzac, en la agobiante soledad de su hogar, y es justamente su devoción hacia el autor de Ilusiones perdidas lo que hace que su padrastro, al parecer su único cómplice, termine por retirarle el apoyo. Es un caso accidental, pero todo condena a Antoine, todo indica que va en camino de convertirse en una granuja que requiere urgentemente de un escarmiento.
Ya en la calle, condenado doblemente, por su colegio y por sus padres, Doinel se las ingenia para sobrevivir en medio de las fuertes condiciones del medio. El pillaje no es en él algo asumido, es sólo la respuesta transitoria a una situación que desborda su propia capacidad. Tampoco es tan estúpido como para morir sin ofrecer resistencia, sin dejarlo todo por conseguir alimento. Pero entonces, en un extraño viraje, vemos que se arrepiente por un instante en uno de sus pequeños robos y nuevamente es descubierto. Parece que ahora, con este nuevo Doinel, se hace efectiva una frase que el propio Truffaut va a acuñar más adelante en otra de sus películas, El niño salvaje (1969): “Ahora Víctor ya tiene conciencia de lo que es justo e injusto, ahora ya podemos decir que es un hombre”.
Antoine nunca pierde el pudor, nunca se engaña a sí mismo, nunca traiciona lo que él es. Desde niño ha recibido, uno tras otro, duros golpes que van haciendo de él alguien particular, que van mellando su condición de niño soñador. Como todo niño está expuesto a las influencias del medio, se deja permear por cierto comportamiento non santo que pone a tambalear transitoriamente su personalidad. Paulatinamente, víctima de agentes externos, salta de un encierro a otro, de una cárcel a otra, mientras que su imaginación vuela en procura de la libertad del mar: primero es el encierro del hogar, la soledad no elegida de su habitación en medio de padres con otra escala de prioridades distintas a la de la atención de hijo no deseado; luego es el encierro del colegio, la disciplina a través de pitos y filas repetidos día tras día como una rutina insoportable; luego es el encierro del reclusorio, el ser arrojado al seno mismo de las malas costumbres para que haga su tránsito completo hacia la delincuencia. Y para cada encierro Antoine propone una fuga, una salida, bien con las ensoñaciones de Balzac, o con esas desatenciones involuntarias que lo hacen objeto de severos castigos.
Al final, en un plano largo que remata en un extraordinario congelado, célebre en la historia del cine, creemos que Antoine puede llegar a suicidarse, que tanta carga ha colmado su capacidad de resistencia. Ha cometido una nueva fuga pero lo único que quiere es correr hacia el mar, perderse en el confín de olas y olas que viajan libremente mecidas por el viento, tal como quiere hacerlo el propio Antoine.
Con este magistral debut, Truffaut se hizo merecedor del premio a Mejor Director del Festival de Cannes, premio OCIC del mismo festival, premio del Círculo de Críticos del Festival de Nueva York, y obtuvo la nominación al Óscar por Mejor Guión Original. Jean Pierre Léaud, a su vez, fue distinguido por la Academia Británica de Cine como el actor revelación, el punto inicial de su larga carrera al lado de Truffaut. Especial énfasis, entendiéndolo como un aporte valioso a la técnica cinematográfica, están no sólo el vaije del comienzo, y el congelado final, sino, además, el magistral uso de planos en picado (como en el del registro de los animales en el cuarto de René), y el uso de la voz out en el momento en el que la psiquiatra, sin que aparezca en el encuadre, evidencia toda su
gravedad merced a las preguntas que lanza al desvalido Antoine.

martes, 7 de abril de 2009

La sociedad de los poetas muertos

La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, 1989

Por: Betuel Bonilla Rojas

Una buena manera de asociar una propuesta estética a la condición de clásica tiene que ver con el entusiasmo que nos suscite cada visita, con el desenfreno que nos provoque su presencia, así dicha presencia se dé durante varias oportunidades a lo largo de la vida.
Si esta condición fuera efectivamente cierta, y fuera, a su vez, un cernidor riguroso a la hora de levantar una crítica, es posible que La sociedad de los poetas muertos diera en el blanco. Se puede visitar una vez, y otra, y otra, de manera continua o a lo largo de varios años, y la emoción seguirá vigente: seguimos compadeciéndonos de la suerte aciaga del sensible Neil; seguimos odiando las maneras ortodoxas del señor Nolan; seguimos abominando del semblante adusto y puritano de Tom Perry; seguimos celebrando las pilatunas pedagógicas de John Keating; seguimos, quizás, viendo en Welton Academy un poco de nuestra propia educación, represiva, dictatorial, más interesada en la disciplina que en la percepción holística de los seres humanos que la habitan.
La sociedad de los poetas muertos es una película a la manera de esos filmes con ciertos clisés bastante efectivos a la hora de engomar al espectador. Son clisés que aquí funcionan muy bien, que se articulan perfectamente con la historia, que producen altibajos emocionales en los espectadores, algo que, en últimas, es lo que queremos a la hora de ir a ver una película.
Es un clisé, por ejemplo, la presencia del señor Nolan, el director de la Welton Academy. Su rostro, sus modales y su accionar son el estereotipo perfecto del republicano norteamericano, del puritano bostoniano que pobló Nueva Inglaterra, cuna de los primeros vestigios de la colonización inglesa. Curiosa, pero no ingenuamente, mientras allí se predican los votos de obediencia, honor y disciplina, el profesor John Weating porta las ideas del más agudo de los contradictores, Henry David Thoreau. Desde el comienzo de la película queda claro que es Thoreau, en realidad, el autor intelectual de todos esos actos que a las directivas de Welton les parecen tan abominables y que achacan sólo a Weating. Y esa presencia, que si bien proviene de citas directas de su bello Walden, tiene más que ver con ese otro aprendizaje, el vital, el del carpe diem que proviene de otro grande, de Horacio. Entre el gran poeta latino (Horacio) y el padre de la desobediencia civil (Thoreau) deconstruyen todo ese falso andamiaje que Welton, durante varias generaciones, ha tratado de imponer como bastión de su enseñanza: a la obediencia ciega la desobediencia lúcida; a la vida austera y monástica los placeres y el aprovechamiento del día a día.
Otro clisé es Tom Perry. A lo largo de la historia del cine abundan este tipo de padres de costumbres estoicas, de morales sin tacha, impolutos hasta cuando son sus propios hijos el objeto de sus pecados. Muchos son los hijos que hemos visto sucumbir, inmolados, porque sus padres se niegan a reconocerles el derecho a ser distintos, a caminar distinto, a querer un destino distinto al prefabricado por sus arribistas padres. Y en ese mismo clisé, casi siempre, vemos como la tozudez paterna termina por flaquear en el momento de perder al ser amado. ¿Ya para qué?
Un tercer clisé viene dado por la relación casi imposible entre la niña comprometida (Chris), bella, para colmo hija de padres también adustos y prediseñados, y el joven entrometido (Knox Ovestreet) que violenta la apacible tranquilidad del pacto ya firmado. Y mientras el trasgresor es débil y timorato, el trasgredido es fortachón, se impone siempre a través de la fuerza de sus puños. Y en ese mismo clisé terminamos por presenciar el triunfo de la debilidad, de la constancia, las mieles del amor saboreado después de las vicisitudes.
Un cuarto clisé es el del delator. En este caso esa delación se suma al alto reprochable del desagradecido. Históricamente el poder ha contado siempre con sus maneras de seducir a los incautos para hacerlos hablar, aun a costa de sus propias ideas. Bien sea a través de la represión, o del soborno, o de ambas cosas, a cada ser justo le corresponde su contraparte, ese otro que cumple la ignominiosa tarea de conducirlo al patíbulo (Richard Cameron).
Un quinto clisé, quizás el más evidente, es el de la revancha del pequeño frente al grande, el del pez chico que en un acto de justicia divina termina por devorar el grande. Una vez más David vence a Goliat valiéndose de los elementos más rupestres. John Weating, apabullado por las delaciones de quienes fueron sus amigos, entra descompuesto al lugar de sus batallas para alterar el sistema y lo que vemos es su gesto de derrota, su pundonor vencido, la certeza de que el orden no ha sido alterado. Pero entonces vemos a los delatores, liderados por el más tímido de ellos, Tood Anderson (un nuevo clisé), enfrentados al poder omnímodo del statu quo. Uno a uno se van subiendo sobre el escritorio para desafiar al poderoso; uno a uno van dejando salir ese algo de justicieros que todos llevamos dentro. Sentimos entonces la piel de gallina y celebramos, con Weating, el triunfo de la verdad, así sepamos que eso ha ocurrido transitoriamente en la comodidad de una sala de cine, mientras comemos crispetas y soñamos con un orden más justo, el que nos traen los clisés de ciertas películas.
Pero bueno, lo interesante de La sociedad de los poetas muertos es justamente eso, de qué manera, apelando al clisé, al manido efectismo de tales estímulos para tales respuestas, frente al resultado final quedamos satisfechos, soportamos y hasta disfrutamos de la forma en que inteligentemente cada uno de dichos clisés van apareciendo para procurarnos emociones harto distintas, la alegría y la tristeza, el júbilo y la reprobación, el temor y la ternura, el amor y el odio. Quizás habría que agregarle otro clisé, el final, el de tener que tomar partido por una u otra línea, no salir inmunes ante lo que acabamos de ver.
Es esta una película intencionalmente aleccionadora, edificante, indicativa de los destinos aciagos que se le pueden venir encima a una sociedad intolerante, una sociedad que irrespeta el derecho individual a ser distinto, a pensar distinto, a trazarse caminos que secretamente tengan que ver más con nosotros mismos, con esa esencia extraña de la que estamos hechos, como escribía Saramago.
Además de la trama, de por sí bella y necesaria, cabe destacar el excelente trabajo de musicalización de Maurice Jarre, con piezas del repertorio clásico, como el momento en el que Weating anima a los jóvenes jugadores en el campo de fútbol y los muchachos se mueven al ritmo de las notas musicales y los crescendos. Impecable también el trabajo fotográfico de John Seale. Si era Thoreau el referente mayor, nada mejor para un homenaje a él que el disfrute con los paisajes silvestres, como en su amado bosque Walden, en Concord, Massachussets, el regocijo con los ambientes a través de planos abiertos, tanto en emplazamientos de cámara en movimiento como en fotografía fija.
Película de culto, lo que le ocurre a estos jovencitos en 1959, en las agrestes montañas de Vermont, en el noreste de los Estados Unidos, bien pudiera seguir ocurriendo en nuestros días.

Esta tierra es mía


Esta tierra es mía, de Jean Renoir, 1943
Por: Betuel Bonilla Rojas
Dentro de la abundante filmografía que distinguió a Jean Renoir, separada entre una y otra producción por el lugar en el cual se encontraba trabajando el director francés, esta película pertenece al ciclo estadounidense, enmarcado, entre otras cosas, por una posición y una vocación política firmes y un cierto tono de propaganda en el discurso de los personajes.
El momento es en plena Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes, ya casi derrotados, ocupan aún vastos territorios, entre éstos el francés. Así, la película tiene lugar en un sitio indeterminado de Francia, presentado al comienzo bajo la noticia de “En algún lugar de Europa”. De entrada tenemos el monumento al soldado caído, ruidos de tanques y aviones bombarderos y enseguida la aparición del panfleto que incita a defender la tierra. Si nos atenemos a algo pronunciado más adelante por uno de los personajes —“El sabotaje es la única alternativa de un pueblo derrotado”—, podemos entender, de entrada, la motivación de este panfleto.
Sabemos inmediatamente que esa información clandestina significa una amenaza para quienes la portan, o para aquéllos a quienes de forma misteriosa les aparece por debajo de la puerta. Después vamos a la escuela y vemos al profesor Sorel (Philip Merivale), al tímido Albert Lory (Charles Laughton) y a Louise Martin (Maureen O`Hara). El primero sobresale por su temple firme, Louise por su aspecto irreductible, mientras que del segundo tenemos una semblanza pálida, la imagen de un individuo mermado al que su madre, Emma Lory, impone su voluntad, y a quien los alumnos le faltan al respeto al punto de tratarlo como uno más de ellos. Los panfletos se suceden uno tras otro y el mayor Von Keller (Walter Slezak), el jefe de los alemanes de la ocupación, busca afanosamente al causante.
Hasta aquí tenemos una serie de escenas de gran intensidad aunque apacibles, de enorme sobriedad, con una cámara siempre pendiente de los movimientos de los personajes y del comportamiento de cada uno de ellos. Paul Martin (Ken Smith), por ejemplo, finge moverse cómodamente del lado de los alemanes. Él trabaja en la estación del ferrocarril, juega a las cartas con los invasores y desde un comienzo nos resulta antipático porque parece ser el soplón. Sorel sigue decidido y Albert permanece tranquilo bajo la vigilancia de su madre, presenciando desde la distancia hechos que parecen no tener mucho que ver con él. Los bombardeos no cesan y los alemanes se aferran con todo a uno de sus últimos bastiones.
Pero la gravedad de los sabotajes aumenta y de los panfletos se pasa rápidamente a los atentados contra las tropas alemanas y contra el alcalde, su aliado. Pronto le vemos la cara al saboteador y compartimos con Louise el descanso de saber que su hermano Paul no era un traidor. Von Keller aprieta el cerco sobre los conspiradores y primero es detenido Sorel —dueño de los libros de tendencia subversiva que al parecer inspiran la ideología de los panfletos—, luego Albert —por portar uno de los panfletos—, y finalmente la madre de éste acusa a Paul de ser el culpable de los atentados. Paul es herido de muerte mientras intenta huir y Albert es dejado en libertad porque las palabras de su madre lo han salvado transitoriamente del fusilamiento. Ha sido George Lambert (Georges Sanders), el prometido de Louise, quien ha delatado a su propio cuñado. Albert va hasta su oficina dispuesto a matarlo pero George no soporta la presión y Albert lo encuentra muerto. A solas con el cadáver Albert es acusado de homicidio y a partir de este momento empieza su conversión.
Minutos antes, en la intensidad de un bombardeo, Albert ha dejado escapar todo su temor y Louise, de quien está secretamente enamorado, lo ve como un cobarde incapaz de cualquier acto glorioso por la patria. Al fragor de los disparos y las bombas Louise contrapone el canto dulce de los coros, conformados por los niños de la escuela. Este es quizás el pasaje más hermoso de la película, la resistencia civil encarnada mediante el arte, la civilización por encima de la barbarie.
A los alemanes, a varios ciudadanos y al propio alcalde no les resultan muy convenientes las revelaciones de Albert, pues él ha renunciado a la posibilidad de la defensa y por sí mismo busca esclarecer su inocencia. De repente, de pie ante el jurado, Albert olvida su propia defensa y en una disertación llena de inteligentes digresiones arremete contra el poder autoritario y erige a la democracia como el supremo poder de los pueblos. Todos los argumentos esgrimidos por el fiscal van cayendo uno a uno y el soborno de una libertad inmediata se ofrece como la medida más a mano para frenar el verbo vehemente y sabio de Albert. Las palabras de Albert son un llamado abierto a la resistencia, una invocación para que el sentimiento patriótico aflore en toda su extensión. No es suficiente conque el alcalde y el fiscal quieran callarlo, ni conque un militar alemán lo intimide desde la entrada, o conque su angustiada madre le ruegue cono los ojos que se detenga. Más y más sus arengas emocionan a los asistentes, más y más Louise descubre que ese hombre tímido que la idolatraba en secreto era en realidad un valeroso combatiente que se encontraba oculto a la espera de sacar a relucir su dignidad.
Profundamente conmovidos con las verdades apabullantes de Albert, el jurado en pleno decide declararlo inocente. Louise le agradece con el esperado beso y Albert sabe que ha firmado su sentencia de muerte. Ha salido inocente de homicidio pero su discurso, que nos recuerda al de Chaplin al final de El gran dictador (1940), resulta suficiente para que los alemanes vayan por él. Albert ha entrado completamente redimido a la escuela y el respeto de los estudiantes por el héroe se hace saber con un silencio reverencial. Ya no es el timorato profesor de otros días sino un hombre nuevo, ése que ha bebido de las enseñanzas de Sorel y que ahora les lee, uno a uno, los Derechos Universales del Hombre a sus alumnos. Ya no habrá más censuras, ya no habrá que arrancarle las hojas peligrosas a los cuadernos porque la libertad ha empezado a llegar.
Al final sentimos, con Albert, los pasos de los alemanes que se acercan. Hasta ese momento, Renoir ha puesto cada cosa en su lugar de tal manera que no nos angustiemos porque Albert vaya a ser fusilado. No hay dramatismo ni patetismo en esos últimos momentos, no hay despedidas mujeriles, es tan sólo la certeza de que su partida significa un abierto mensaje de esperanza para quienes quedan. Por eso una vez Albert traspasa el umbral de la puerta Louise retoma el libro y sigue enumerando los Derechos.
Erigida como una soberbia defensa de la dignidad humana, la película de Renoir pone el dedo en la llaga para advertirnos del peligro de estigmatizar a las personas por comportamientos que no siempre resultan ser los verdaderamente indicativos de su temperamento. La escuela es el posible escenario de la resistencia, la enseñanza el mecanismo a través del cual se puede aleccionar a niños y jóvenes para defender la libertad como bien superior de los hombres. Excelente ambientación y musicalización, esmerado cuidado en los detalles que hacen posible la construcción de todo un pueblo en estudio, hacen de este filme un clásico de todos los tiempos.

lunes, 6 de abril de 2009

Los coristas

Los coristas, de Christophe Barratier, 2004

Por: Betuel Bonilla Rojas

1949. Como la película sugiere de entrada cierta relación con la música, lo primero que vemos en la pantalla es a un director de orquesta ya mayor, con su batuta en mano y con una enorme expresión en el rostro. Luego lo vemos recostado y pronto incursiona en el encuadre un segundo personaje, contemporáneo suyo. El primero es Pierre Morhange y el segundo Pépinot. Entre los dos se establece de inmediato un diálogo lleno de nostalgias en el que entrevemos que los importantes del filme no son ellos, sino ese otro que los incita al diálogo. Ese pequeño introito está puesto allí apenas para servir de bisagra con el pasado, aquel pasado remoto al cual nos conduce un diario, las notas secretas de Clément Mathieu que, por una razón desconocida, ha querido que vayan a parar a las manos de Morhange.
Tenemos otra vez el conocido recurso del flashback propiciado por unas notas, o por un testimonio, o por cualquier otro mecanismo que impulse el recuerdo. Así, de la mano del diario de Mathieu, lo vemos entrando, a él, el 23 de enero de 1949, al instituto de reeducación para niños Fond L’Tang. Llega después de muchos días de para, con el sueño frustrado de ser un músico exitoso. Carga pocas cosas con él, entre éstas una preciada carpeta llena de las partituras de sus composiciones. En el instituto ha quedado una vacante, dejada por el prefecto Regen, quien sale decepcionado del grado de violencia desarrollado por los internos. Mathieu conoce poco de la institución y de quienes la habitan, pero le bastan escasos minutos para entender lo colosal de la tarea que se ha propuesto.
Una vez adentro, sobreviene un accidente propiciado por la venganza de uno de los alumnos. Maxence resulta herido en un ojo, y Rachin, el energúmeno director, arde en furia por lo que considera una nueva afrenta contra la disciplina del plantel. Regen le ha advertido ya a Mathieu a lo que se enfrenta y de paso delata al culpable del atentado contra Maxence. Esos primeros días no son muy distintos para Mathieu que para el resto de profesores. Tantea el terreno y es otra víctima de las pilatunas de los internos. Pero entonces aflora su lado humano, ese don natural de los verdaderos maestros que los lleva, poco a poco, no sólo a ir acomodando las circunstancias a su favor, sino a entender los motivos últimos que hacen de sus alumnos seres agresivos, proclives al delito y a la delincuencia como mecanismos de resistencia y de rebeldía.
Las fechas en el diario avanzan a lo largo de 1949 y nuevos hechos nos van haciendo entender cada vez más la complejidad del asunto. Rachin no es lo que se dice el mejor antídoto para curar el mal. Él, enfermo a su manera, ve en los niños no seres potencialmente curables, sino pacientes terminales a los que hay que doblegar mediante métodos poco ortodoxos. Mathieu descubre el efecto tranquilizador que la música tiene entre los internos y se ingenia la constitución de un coro para ejercitar su terapia curativa. A su vez, ese roce con la vitalidad de los chiquillos hace que se dispare su talento y que nuevas composiciones surjan mientras los estudiantes duermen. Pero esa tarea tiene muchos óbices, entre éstos el no contar con la simpatía de Rachin, ni con la complicidad de sus colegas.
El coro se va consolidando, primero a la luz del día y luego en la clandestinidad, y lo que era apenas una romántica idea empieza a convertirse en realidad. Mathieu ha clasificado a los internos conforme a la escala tonal de su voz, y los va distribuyendo en los distintos papeles del coro. Cuando ya casi todo está listo surge un nuevo problema, esta vez con Pierre Morhange, de cuya madre, Violette, Mathieu se ha ido enamorando. El chiquillo siente celos de su profesor y vuelve a su época de rebeldía. Mathieu, curtido en el oficio pedagógico, le hace ver que nadie es indispensable en la vida y que su voz, por espléndida que resulte, puede ser reemplazada. Al respecto de los papeles de los niños en el coro el propio Christophe Barratier afirma: “Desde el principio tuve claro que el papel del solista fuera para un verdadero cantante. Sabía que sería muy difícil encontrarlo, pero tuve una suerte enorme: en nuestro viaje por Francia buscando a los mejores coros para elegir al que tenía que grabar la banda sonora original de la película, descubrimos al joven Jean-Baptiste Maunier, solista de los Petits Chanteurs de Saint Marc en Lyón. Su voz es excepcional y muy conmovedora, y como sus pruebas para el papel fueron concluyentes, ni lo dudé. Para el resto del coro, yo no quería a jóvenes actores profesionales porque me gusta la parte de juego que hay en los niños y que se escapa de la sistematización. Buscamos a los niños en los mismos lugares de rodaje de Auvernia. Tras la audición de más de dos mil niños, pude distribuir los papeles y descubrí entre ellos auténticos actores. Tan sólo los parisienses Théodule Carré Cassaigne y Thomas Blumenthal tenían alguna experiencia como actores y logré que se integraran sin problemas con los chicos de la zona. En cuanto a Maxence Perrin, el hijo de Jacques, su papel de Pépinot es su primera experiencia interpretativa. De esta manera entendemos por qué esos sonidos que producen unos chiquillos sin ninguna formación musical nos suena tan bien.
Como en todas las películas de este tipo, quizás el final no resulte tan alentador como quisiéramos. No obstante, a través de las peripecias de Mathieu, puestas en escena de manera magistral, vamos entendiendo de qué forma la educación cumple un papel definitivo a la hora de construir una sociedad mejor, más justa, más humanista y más cercana a lo que todos queremos. También comparte este filme, con otros de su misma línea, ese tono aleccionador, así como una cierta dosis de justicia al final, con el despido de Rachin y la certeza de la deuda que los internos tuvieron con Mathieu. Él es una especie de criatura sacrificada, de desarraigado de un orden que sabe que lo necesita con urgencia pero que hace todo lo posible para mantenerlo lejos, como si la reconciliación entre todos los seres humanos fuera un asunto vedado.
Para este filme de época Barratier, en su ópera prima, ha puesto en marcha una cantidad de aciertos técnicos y de fondo que la auguran una brillante carrera. Él mismo, sin el temor que da el compartir los secretos de su oficio, nos ha revelado algunas claves: “La elección de este tipo de decorados se vio reforzada, además, visualmente por la elección de filmar en Scope para resaltar el aislamiento y la sensación de aplastamiento de las pequeñas siluetas infantiles en medio de este decorado. Hacía falta prever cierta amplitud de plano panorámico para poder filmar el decorado principal, el aula, en su integridad (…) Me gusta mucho un estilo procedente del lenguaje musical, el legato, es decir, ligado, fluido, más que un estilo fragmentado. De ahí que haya relativamente pocos planos pero con travellings, panorámicas, fundidos encadenados y fondos a negro. Además, quería que los enlaces entre cada escena fueran elegantes, sobre todo en los pasajes cantados, que funcionan con una serie de imágenes que se suceden según un cierto ritmo musical. En las mezclas trabajamos la evolución de las voces del coro jugando con la calidad sonora y la calidad musical. Había que dar al espectador el sentido del paso del tiempo gracias a la evolución musical del coro”.
La recuperación de la niñez, como tema y como objeto de reflexión, la atracción que Barratier dice sentir hacia la música y un gran conocimiento del oficio cinematográfico hacen de este filme una pieza para tener en cuenta.


Goodbye, Mr. Chips

Goodbye, Mr. Chips, de Sam Wood, 1939

Por: Betuel Bonilla Rojas
Si el cine se valorara sólo por lo que provoca, por esas partículas de nuestro ser que afecta, Goodbye Mr. Chips debería recibir la máxima calificación. Todos nosotros, sujetos en algún momento de una realidad educativa, hemos querido dar con un profesor como Mr. Chipping (Robert Donat), un bonachón decano que siempre tiene a mano la frase perfecta, el consejo perfecto, un ejemplo de moral y rectitud frente a sus estudiantes.
Al comienzo de la película escuchamos a un coro cantando mientras ruedan los créditos. Unos planos en picada exploran la ciudad y dos hombres aparecen en la pantalla conversando. En realidad es un pequeño diálogo en el que los dos hombres enmarcan el contexto de la película en Inglaterra, en la escuela para internos de Brookfield. Es el primer día de clases y hay asamblea general. El discurso de bienvenida del director abunda en bromas y frases ingeniosas, todas teniendo como base a Mr. Chips. A él, a causa de un resfrío y dada su prolongada edad, le han ordenado quedarse en casa. Ya sabemos, muy rápido, que Mr. Chips es toda una institución, y que ese es el nombre que le han asignado por cariño.
Mr. Chips, en uso de su terquedad ya conocida, se arriesga y va hasta la asamblea. Es un plano general de gran belleza, con un Chips que primero se observa difuso pero que luego se va acercando a la cámara para transmitirnos toda su ternura. Su bigote y su pelo venerables nos infunden respeto, pese a lo gracioso de sus movimientos. Ya en casa, de retorno de la asamblea, se acuesta en un sillón, y desde esa comodidad nos sumerge en su sueño, un largo flashback para devolvernos al instante de su llegada a Brookfield. Sabemos que enseña desde 1870, que desde hace 58 años lo hace y que ese paso por la institución ha dejado profundas huellas. Su derrotero está enmarcado en continuas guerras: la Franco-Prusiana, la Primera Guerra Mundial. Hechos como el asesinato del archiduque Francisco Fernando nos dan pistas de que su vida corre paralela a los destinos del mundo. Y en esa medida él es un testigo de lo mejor y lo peor de éste.
Llega a Brookfield en 1870, en el comienzo de la ocupación alemana a Francia. Es su primer curso y él es un hombre tímido pero carismático. La primera impresión que provoca es de burla, pero pronto se gana el respeto por su cordialidad y sus métodos de enseñanza y de relación con los alumnos poco convencionales. Pronto es víctima del primero de los Colley, una saga de estudiantes que reaparecerán, generación tras generación, en sus aulas de clase. Como Colley, son muchos los estudiantes que pasan por las manos de Mr. Chips. Algunos, como el propio director, recuerdan con cariño las palizas con las que Mr. Chips los educó; otros recuerdan su aire tímido, la manera en que lenta pero decididamente se opuso a la modernización de la institución a ultranza.
En el flashback de Mr. Chips, insisto, vemos lo que es su propia vida, de la mano siempre con las circunstancias del mundo. Inteligentes elipsis, en su mayoría articuladas en torno a los cambios físicos del propio Chips (aparición del bigote, cambios en su postura corporal, aparición de canas), nos van dando cuenta del paso de tiempo. La vida de Chips es la evidencia del tránsito de lo tradicional a lo moderno, del choque entre dos frentes que siempre han tendido a oponerse sin conciliar las bondades de cada uno. Y en esa medida, Chips es un precursor, un adelantado de la vanguardia en la reflexión sobre los métodos de enseñanza.
Mr. Chips es un hombre de pocos amigos: mejor, es amigo de todos sin serlo de manera especial con alguien en particular. Sólo los Colley, consecutivamente, le sirven de puente entre las distintas épocas, testimonian su lealtad por la memoria. En circunstancias insólitas conoce a Katherine Ellis (Greer Garson), una mujer que parece le ha sido reservada por la vida para premiarlo. Es una mujer bella, sensible e inteligente, y todos en Brookfield se preguntan cómo ha hecho Chips para conquistarla. En esa conquista ayuda su amigo Max Staefel (Paul Von Henried), un hombre que ve en Chips el ideal de hombre.
Staefel le augura próximo matrimonio y efectivamente éste llega pronto. Con la felicidad del matrimonio Chips se hace todavía más cordial, la relación con sus alumnos se estrecha al punto de invitarlos a compartir con la pareja en el hogar. Son tardes de gran solaz, con un Chips divirtiendo a sus alumnos y con una Katherine que certifica el porqué ha sido reservada para compañera del maestro.
Cuando todo está dado para que la felicidad de la pareja sea perpetua sobreviene la desgracia. Los chicos, apenas se enteran, se unen al duelo de Chips. Él no cambia mucho, va a dar la respectiva clase del día y sabe que los alumnos comparten su dolor. Quizás se hace taciturno, adquiere un cierto tono de melancolía en los ojos que no se le borrará. Pero en lo otro, en el trato amable y la entrega a la institución sigue siendo el mismo.
Llega la Gran Guerra y las instituciones educativas deben poner su propia cuota de víctimas. Max Staefel va al frente y cae en plena refriega; lo mismo le ocurre a uno de los Colley. Para ese entonces Mr. Chips ha podido cumplir con el sueño de ser el director de Brookfield y es él mismo el encargado de dar a conocer las bajas en la Guerra. Son muchas pérdidas humanas, y un hombre tan sensible como Chips no consigue asimilarlas. A una ausencia le sucede otra, y otra, y muchos de sus más cercanos amigos ya no están con él.
Lo que sigue es el retorno de Mr. Chips al presente narrativo de la película (el momento en el que él recuerda), y los últimos años en la soledad del retiro, hasta su muerte.
Bella puesta en escena, con meritorios recursos expresivos como el uso adecuado de las elipsis, encadenados e imágenes superpuestas para pasar de una escena a otra. Una impecable fotografía, una adecuada musicalización y un esmerado trabajo de maquillaje y decorados nos ponen frente a una película cuyo trasfondo siempre tendrá vigencia.
Como Mr. Chips hay muy pocos, son pocos los que como él, en el concierto de la educación, permanecen fieles a ciertos preceptos, sin jamás traicionarlos pese a las consecuencias. Tal vez sea el reconocimiento de los demás a su labor lo que mantuvo vivo a Mr. Chips, lo que hizo que superara estoicamente la pérdida de sus seres queridos sin expresar una sola queja. Mr. Chips es el maestro que todos queremos, ese amigo que nos guiña un ojo cuando nuestras faltas son veniales pero que está ahí, látigo en mano, cuando nuestros actos comprometen gravemente a los demás. Mr. Chips es esa especie en vía de extinción en nuestra educación.

domingo, 5 de abril de 2009

Ni uno menos, de Zhang Yimou

Ni uno menos, de Zhang Yimou, 1999

Por: Betuel Bonilla Rojas
La profesora sustituta Wei Minzhi, de tan sólo trece años, es llevada desde la pobre aldea de Villa Wei hasta la escuela primaria Xhuisian para que reemplace durante un mes al profesor Gao, quien debe ir en auxilio de su madre enferma. El alcalde de la aldea ofrece a Wei 50 yuan por dicha labor y su función queda reducida a garantizar la permanencia de los veintiocho estudiantes a cargo, ya que carece de cualquier noción de la educación y la formación pedagógica. Wei, pendiente inicialmente de preservar el número de estudiantes, vigila atenta cualquier intento de evasión, así la clase como tal no progrese. La niña Ming Xinhong, de firme vocación atlética, es extraída del grupo para dedicarse al deporte, y Wei, pese a su terca oposición, ve reducido su número de protegidos. Luego el joven Zhang Huike va a la ciudad en busca de un trabajo para ayudar a su madre y Wei, sabedora de que su tarea de "ni uno menos" ha sido alterada, arma todo un ritual épico para conseguir dinero e ir a la ciudad a traer de regreso a Zhang.
La ciudad, desvertebrada y cruel, la recibe con desprecio y pocas muestras de solidaridad. Pero en Wei, como en otras criaturas de Yimou, mora el espíritu irreductible de una mujer que no se rinde hasta alcanzar sus metas. Después de varios e inútiles intentos, Wei llega hasta el canal de televisión de la ciudad y recibe la ayuda del director, quien la hace entrevistar en directo. Wei llora e invoca la presencia de Zhang. Éste, mientras tanto, recorre la ciudad en busca de alimento. Descubierto Zhang sobreviene el reencuentro con Wei, el retorno a la aldea y la unión de diversos estamentos sociales para propiciar un mejoramiento en la escuela. Aparentemente, el happy end de la película sugiere un optimismo desbordado, que desaparece una vez se piensa en las miles de escuelas que esperan abandonadas una mirada del gobierno central chino para menguar en algo sus calamidades y que esto les propicie un mejor nivel de vida.
Tomando como eje un asunto melodramático, en el que los niños son el elemento protagónico, Yimou deja discurrir su apego a lo cotidiano, a su pueblo, a su compromiso social y a un cine altamente reflexivo. De otro lado va su crítica fuerte y franca al sistema capitalista y su tendencia a deshumanizar a la especie, pues siempre la atracción que ejerce el dinero parece superar la atracción innata que se debiera sentir por los otros seres humanos. Muchos casos puntuales confirman la tesis: interés de Wei por el dinero; el dinero paga las disculpas que Zhang se niega a ofrecer; Wei es expulsada del autobús por carecer de dinero; por dinero ayudan a buscar a Zhang; por dinero va Zhang a la ciudad, sin dinero la televisión no emite avisos, etc.
Ni uno menos es una propuesta cinematográfica muy bien lograda, con un análisis crudo de los problemas que enfrenta la educación en varios lugares del mundo. Es distinta de las que a diario provienen de Hollywood y que desde su aparataje consumista pretenden enfatizar en la misma temñática pero de manera superficial. Posee una simpleza en la temática y la forma que no ocultan ni afectan para nada la enorme destreza narrativa, con planos que dejan ver una plasticidad en los movimientos de los personajes, así como referencias muy puntuales al contexto oriental en el que se desarrolla la trama.
Aunque la realidad presentada proviene de latitudes lejanas y exóticas, el drama ofrecido es bastante universal, de ahí su eficaz alcance. La película, realizada en su mayoría con actores no profesionales, obtuvo Premio del Público en el Festival de Sundance, 2001; Gran Premio del Jurado (Oso de Plata) en el Festival de Berlín, 2000, y Premio León de Oro en el Festival de Venecia.