miércoles, 6 de mayo de 2009

El milagro de Anne Sullivan, Arthur Penn, 1962


El milagro de Anne Sullivan, de Arthur Penn, 1962

Por: Betuel Bonilla Rojas
Si uno quisiera, así fuera de manera puramente provisional, postular una película como un clásico, es decir, aquellos filmes con un contenido profundo, reflexivo, sumado a una estética que lo respalde, entonces habría que incluir, necesariamente, El milagro de Anne Sullivan. Porque resulta que en esta película se hace sumamente difícil desligar lo uno de lo otro, separar esos elementos que provienen del universo de los hechos de los que nos llegan desde los planos, las caracterizaciones, la fotografía, la música y los efectos, de ese algo global que llamamos relato cinematográfico.
De esta manera, en el territorio de lo que se cuenta, la historia nos narra, a partir de una obra de teatro y un extraordinario guion de William Gibson, lo que le sucede inicialmente a Helen Keller y a su “desafortunada” familia. A Helen, una misteriosa enfermedad la dejó ciega, muda y sorda cuando tenía tan sólo diecinueve meses de edad, algo terrible no sólo para quien lo vive, sino para quien lo presencia y lo padece como acompañante. Y en esto la película no se concede licencias. Rápidamente vemos el idilio familiar en planos generales y de conjunto, en un ambiente aristocrático y frente a una pantalla brumosa, e inmediatamente después tenemos el alarido de Katie al advertir la anormalidad de su hija.
Pocos instantes después estamos instalados frente a la misma niña, en el mismo ambiente, en una edad casi adolescente. Ha bastado una inteligente elipsis para hacernos partícipes no sólo del paso del tiempo, sino del paciente sufrimiento de la familia en estos años. La niña es ahora un indomable animalito que no obedece llamado distinto al de sus puros caprichos. El cuadro familiar se reduce entonces a la contemplación estoica de la tiranía que proviene de las anomalías de la naturaleza. A la niña no le ha sido negada la facultad de la inteligencia, sino del lenguaje, aunque, desde Vigostsky, entendamos que uno y otro se determinan y complementan a lo largo de la vida.
Katie, la sufrida madre, implora a su marido, el capitán Arthur Keller, para que agote las últimas posibilidades de tratamiento en el prestigioso instituto Perkins, de Boston, célebre por adelantar estudios con casos similares a los de Helen. Nada se pierde cuando el estado de postración de la chiquilla es tal que deambula por la casa como una bestia salvaje, tirando todo a su paso y comportándose como un ser sin la menor conciencia de moral y buenas costumbres.
No obstante este atraso, vemos que la niña, merced a sus deficiencias, ha agudizado sentidos como el tacto y el olfato y de esa manera, desde otros ángulos del conocimiento, se aproxima al mundo.
La petición de Katie es aceptada y pronto hace su arribo Anne Sullivan, una joven mujer que proviene de un ambiente pobre, de una familia atribulada por distintas vicisitudes que han cruzado sus vidas. Ella ha estudiado en el instituto Perkins y allí ha superado sus propias falencias, pues, como Helen, había perdido la visión a los cinco años y la había recuperado parcialmente luego de dos operaciones. De dicho instituto se graduó con honores y pronto le fueron encomendadas misiones de recuperación similares a la suya.
Primero viene la exploración inicial, mediante el tacto, y el diagnóstico queda casi que establecido. Ese primer contacto entre Anne y Helen nos es referido mediante un largo plano de conjunto, que cae luego en primeros y primerísimos planos para relacionarnos con el universo sensorial que ambas manejan. Las manos hablan por sí solas, y aunque, ignorantes de esos códigos no logramos descifrar las bondades del recurso, vislumbramos en esos movimientos la poesía de lo puramente visual, de eso que está más allá del lenguaje articulado.
Pero ese primer paraíso lleno de mutuas simpatías pronto se desintegra y Helen se niega al reconocimiento de una autoridad. Lo suyo es una anarquía inteligentemente aprovechada para manipular a quienes la rodean, imbuidos ellos, desde luego, por una suerte de emotividad cargada de culpa y prurito de nivelación. Desde un comienzo la premonitora Anne llega a la conclusión de que el problema principal es que “la obediencia sin comprensión también es una ceguera” (frase que pareciera anunciar las de El niño salvaje, de Francois Truffaut, 1969), así en este caso sea emitida tiempo después en uno de los momentos de mayor tensión de la película. La salida se plantea entonces en el terreno de las rivalidad, del imponerse mediante la voluntad a otra voluntad que se reconoce como única. Pero están los padres, y su sobreprotección, y su complejo de culpa. Entonces Anne apela a su último recurso y saca a Helen de ese hábitat que le proporciona la seguridad a su barbarie. En el desprendimiento de los padres, intuye Anne, puede estar la salvación definitiva de Helen.
Antes, en una escena memorable no sólo de la película sino de toda la historia del cine, somos testigos de una batalla campal que tiene lugar en el comedor. Apremiada por Anne para que coma por sí sola, Helen establece con ella una disputa de caracteres para ver quién se erige como dominadora. Aquí vemos una gama de planos que van desde el plano contra plano hasta picados, planos de detalle y contrapicados que nos hacen ir de la risa al desconsuelo, de la carcajada al gesto censor. No sabemos si el método es el correcto. A veces nos condolemos del estado de la chiquilla y a veces entendemos, con Anne, que esa inteligencia requiere de ciertos estímulos y ciertos mecanismos de control, así nos resulte casi inverosímil que pueda llegar a mejorar.
Trasladadas aprendiz y maestra a terrenos neutros, sin la presencia de los frágiles padres, la lucha toma otro matiz. No es que se detenga, sino que la hostilidad marcha a la par con el desarrollo de las capacidades de la niña, con la explotación acuciosa de su potencial sensorial. Nuevamente hacen presencia bellos planos, adobados con la irrupción de flashbacks que de manera casi surrealista asaltan como pesadillas los descansos de Anne. Porque ella, heredera de sus propios infortunios, quizás reconoce en los síntomas de Helen rasgos comunes con su vida pasada. Son esos, pasajes que oscilan entre lo brutal y lo tierno, con claroscuros que nos sumergen en un pretérito que no se ha disuelto del todo.
Con el traslado de las protagonistas tenemos a nuestra disposición bellísimos planos abiertos en los que Helen se va untando de mundo. Pero no es sólo ella, somos también nosotros quienes, desde la propuesta de lenguaje de Anne, nos adueñamos de esos objetos que sin éste serían del todo ajenos. Anne es impenetrable como una roca y su único horizonte parece ser la recuperación de la niña. Vencido el plazo concedido por el doctor Keller, la niña es expuesta ante sus padres con sus pequeños logros y el experimento colapsa. No sólo es su debacle, sino la de Anne, quien se niega a creer en tal fracaso. Nuevamente ella toma las manijas de la situación y las cosas mejoran hasta el bello final. Y es justo este final uno de los tantos momentos sublimes que nos regala la película. Nuevamente los planos van y vienen entre primeros planos y planos generales de enorme composición de los elementos dentro del encuadre. La sinfonía ha terminado y asistimos a una felicidad que nos toca como espectadores, como testigos de un excelente filme. La película obtuvo dos premios Oscar: Mejor Actriz Principal y Mejor Actriz de Reparto, así como la nominación de Arthur Pen a Mejor Director.


domingo, 3 de mayo de 2009

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Por: Betuel Bonilla Rojas

Cuenta el mito griego que Pygmalion, rey de Chipre y célebre escultor, pasó buena parte de su vida anhelando la presencia de la mujer perfecta para tomarla como esposa. Esculpió entonces la estatua de una bella mujer, a la que llamó Galatea y, merced a un sueño en el que Afrodita insuflaba vida a su creación, hizo realidad su deseo.
Con esta noción del mito escribió George Bernard Shaw su célebre obra teatral, Pygmalion, publicada en 1916. Esta pieza de Shaw dialoga con lo mejor del teatro, tanto el contemporáneo como el clásico. Tiene, por ejemplo, la genialidad, el cinismo y el gusto a champaña de las mejores piezas de Wilde —La importancia de llamarse Ernesto—; o el análisis irónico de época que caracterizó a un Ibsen, a quien el propio Shaw idolatraba —Casa de muñecas—. Con varias y exitosas presentaciones de la obra en Europa, fue muy rápido el tránsito de Pygmalion hacia el cine, una industria que, por demás, todavía extraía su materia prima principalmente de la literatura.
Anthony Asquith, célebre director de la época, acogió la idea y vinculó al proyecto, como codirector y actor, a Leslie Howard. La película se estrenó en 1938 y, para el año de 1939, durante los premios Oscar, recibió el galardón a Mejor Guión, además de tres nominaciones: a Mejor Película, Actor de Reparto, Actriz de Reparto.
La película, fiel y absolutamente obediente a la idea de Shaw, es una bella puesta en escena que apela no sólo a la brillante caracterización de Leslie Howard en el papel de Henry Higgins, sino a los mejores recursos con los que para la época contaba el cine. Empieza allí mismo donde Shaw abre su drama, en una concurrida plaza en la que se venden flores. Hay gritos y personas que transitan y dentro de ellas emerge la figura de Eliza, una tosca mujer que reparte flores y habla de manera extraña, con recortes de palabras y extraños sonidos que se asemejan más al gorjeo de los pájaros. Muy pronto entra en situación Henry Higgins, profesor e investigador de la fonética del lenguaje, quien, a la usanza de la policía secreta, toma nota de los comportamientos lingüísticos de los habitantes.
Inmediatamente sobreviene un impase con las dos damas de la familia Hill, y el profesor aprovecha este momento para echar a andar a andar su proyecto, el mismo que le da sentido a la película.
Así, Higgins, y el coronel Pickering, a quien Eliza degrada inocentemente al rango de capitán, acuerdan una especie de apuesta en la que Higgins se compromete a hacer de Eliza, una burda muchacha analfabeta, toda una huésped de la aristocracia inglesa, esto en tres meses.
Se pasa entonces de planos en exteriores y de conjunto a planos generales, en interiores, en la casa de Higgins. Allí, apoyado en la señora Pearce, el investigador comienza la transformación de la elemental Eliza en una refinada dama de sociedad. Es una metamorfosis tanto interior como exterior, mediada siempre por los avances graduales en el manejo del lenguaje que Eliza empieza a alcanzar. Son planos cortos los que tienen lugar en esos instantes de transformación. Abundan las relaciones entre campo y fuera de campo a través de un recurso que para la época era toda una sensación, los espejos como la posibilidad de traer al encuadre aquella porción de la realidad que por razones de espacio no alcanzaba a ser tomada en un solo plano.
Un día, de la nada, hace su aparición el señor Doolittle, el padre de Eliza. No teníamos noción de él porque el abandono de ella hacía pensar en una orfandad. Es este un personaje simpático, inescrupuloso y grotesco, que cree ver en el enclaustramiento de su hija un motivo para chantajear al adinerado Higgins. Pero la inteligencia y la severidad del profesor lo doblegan y sale por donde llegó, sin haber conseguido mayores dividendos de su visita.
Mientras el experimento avanza en medio de métodos irritantes y fonógrafos que registran el progreso de Eliza, el coronel Pickering sirve de testigo a cada uno de los pasos. Higgins nunca disminuye la intensidad de su enseñanza, que asume aun las horas nocturnas y que pretende llenar la vacía cabeza de Eliza con conocimientos, en su mayoría de índole protocolario. Rápidamente pasamos de un plano a otro, en la misma secuencia, pues más que el detalle importa la mirada abarcadora de lo que se hace con Eliza.
Incorporada ya al nivel de las mejores aristócratas inglesas, pronto la nueva dama debe soportar la prueba de fuego en un prestante salón de la nobleza. Antes, ha tenido una primera salida, desafortunada, la cual marca el reencuentro con las Hill y con Freddy, un extraño sujeto, miembro de la misma familia, ridiculizado al extremo en esta propuesta de Asquith y Howard.
El experimento resulta todo un éxito y Eliza es no sólo aceptada sin miramientos, sino que es ascendida al nivel de una enigmática húngara de sangre azul, atributo que le confiere un estúpido discípulo de Higgins, ya no, como fina parodia, en lenguas regionales, sino universales.
Estos instantes de gala son aprovechados por los directores para hacer uso de un refinamiento en los planos, con grandes profundidades de campo y abundantes planos de detalle en los que se aprovecha al máximo la cámara para poner de presente la fastuosidad del escenario. Es una estilización del enfoque. Abundan los planos generales que de manera, ahora sí detallada, se detienen en este o aquel vestido, en esta u otra dama, entre la cuales Eliza parece ser siempre la soberana.
Luego, ya en casa y terminado el experimento, Eliza retorna a su papel de simple aprendiz de Higgins y se pierde el encanto de su primera noche de Cenicienta. Pero ella es ya otra y se le rebela a su creador. La obra del escultor, entonces, en una trasgresión del mito, desobedece el pasivo papel asignado y decide asumir un discurso propio, ahora en su nuevo lenguaje. Viene entonces uno de los mejores pasajes de la película, aquel en el que la pareja Eliza-Higgins discute sobre la legitimidad del tratamiento aplicado y se pone en tela de juicio el humanismo del profesor. Es una discusión elaborada mediante el recurso técnico del plano contra plano, encuadres de enorme factura que pueden servir de lección a la hora de sortear situaciones similares. La palabra va y viene sin que uno de los dos tenga que abandonar completamente el encuadre.
Un poco desde la inventiva del propio Shaw, un tanto desde los aportes de los directores, los diálogos de la película y la manera en que se estructuran son magistrales, revisten a la historia de las mejores discusiones intelectuales de la época. El intelectualismo tan en boga, en un mal aprendizaje del superhombre nitzscheano, se deja ver en todo su esplendor en las intervenciones crudas y los métodos positivistas de Higgins, por supuesto, en perfecto debate con el humanismo que pregonan Pickering y la misma Eliza, aun sin conocimiento de causa.