lunes, 18 de octubre de 2010

El señor de las moscas, de Harry Hook

El señor de las moscas, de Harry Hook, 1990

Por: Betuel Bonilla Rojas
Jean Jacques Rousseau, aquel eminente filósofo y pedagogo francés, enemigo acérrimo de Voltaire, planteó en cierta ocasión algo así como que todo hombre nace limpio (libre, dirán algunos) y la sociedad lo corrompe. Esta especie de romanticismo naturalista, esta creencia en la bondad innata de los hombres, propició que el mayor libelista de la Ilustración lo atacara —lo mismo que al filósofo del optimismo metafísico, Wilhelm Leibniz—, en ese bello libro que es Cándido. Dicha idea, venida a menos desde entonces, tomó fuerza y encontró en las demostraciones sicológicas su mayor punto de confrontación.
Pues bien, el escritor británico William Golding —cuestionado Premio Nobel de Literatura— se sumó también a sus detractores. Lo hizo a través de una de las más bellas novelas sobre el universo y la psicología infantiles, El señor de las moscas. En ésta, igual que en la película objeto de esta nota, los niños, huyendo de la Gran Guerra, sufren un percance en el océano y van a parar a una isla desierta, es decir, a una isla en la que no existen ‘los contaminados’ adultos. De esta manera, y en el propósito de desvirtuar a Rousseau, cualquiera entiende que lo que en adelante ocurra son inventos infantiles, consecuencias de lo que éstos hagan, que ya los adultos han sido liberados, eximidos, de tal culpa.
Esta relación de literatura-cine-niños-culpa, pero a la inversa, es la que vemos en libros y películas como La ciudad y los perros, del recientemente proclamado Nobel, Mario Vargas Llosa, cuya adaptación cinematográfica corrió a cargo del también peruano Francisco Lombardi, sólo que mediante unos niños hechos jóvenes, seres que portan los genes del mal y del bien y que se debaten entre estos dos caminos. También las instituciones los corrompen, y ellos, una vez infectados, devuelven con la misma crueldad los vicios que les han sido inoculados. Pareciera haber en esto una suerte de determinismo biológico y espiritual, la idea de que una vez iniciado el ciclo de la putrefacción no hay manera de detenerlo, que no es sólo imparable, sino que, además, es contagioso.
La película no da lugar a rodeos desde las primeras imágenes bajo el océano: hay alguien que se ahoga, alguien que rescata, y de inmediato estamos en presencia del conflicto. Los niños llegan a la isla y parecen dulces, arriban con gestos de inocencia, como acaso creemos que son. Un adulto va con ellos, en realidad un despojo, un estorbo en un terreno agreste en el que lo importante es sobrevivir, como sea (Darwin mediante). El adulto es mero pretexto para el desarrollo de la tesis central. No habla. Balbucea. Se queja y no camina. Yace tendido, socorrido por un grupo de párvulos que quizás lo han tenido todo, que seguramente no han sabido, hasta entonces, qué es esa cosa desquiciante de la soledad. Y entonces, se adelanta uno, como espectador, que lo que debe seguir es una historia de bellezas infantiles, de sueños con hadas madrinas y papás Noel, con un rescate oportuno y con un final más que nos dirá que los niños son candorosos, ingenuos a más no poder e incapaces de tejer una tragedia a voluntad.
Luego irrumpe la mirada de Golding. Jack y Ralph, líderes por naturaleza (el primero como líder de la civilizacióny el segundo como estandarte de la barbarie), se asumen como las primeras individualidades dentro de un grupo que supera los veinte miembros. A su alrededor gravitan los demás, con bien dibujados arquetipos de la condición humana: desde el melancólico Simón hasta el bonachón Piggy, desde los gemelos inseparables hasta los más agresivos, casi sin nombre.
Todo está dado entonces para una convivencia prolongada. Ésta empieza y sobrevienen los problemas. Como en los animales, lo primero que se hace evidente es la pugna por el más fuerte, la necesidad de erigir una cabeza visible que funja como jefe. Como en los animales, esta lucha es sin cuartel, no acepta cordialidades, debilidades, ni cede ante el pesar por el otro. Jack es del talante de los guerreros, es más primitivo y como tal se apega mejor a un territorio virgen. Ralph es más racional, más del lado de la nomia, e intenta defenderse mediante la argumentación. Pero argumentar no nos hace fuertes donde las ideas parecen inútiles.
En una breve reminiscencia de Prometeo, lo que sigue es la búsqueda del Fuego. El hombre sin el fuego está incompleto, es un animal más. De allí que encontrarlo y poseerlo sea una prioridad. Piggy lo tiene y Ralph descubre la forma de llegar a éste. Y entonces se impone la división. Los líderes innatos no soportan la sumisión a doctrinas ajenas. Cada uno jalona a su propio grupo y las simpatías y antipatías se hacen entonces evidentes. Jack se marcha, cede el territorio pero se lleva la fuerza. Con Ralph se han quedado el Fuego, lo particularmente humano, la seguridad de lo ya conquistado, el cuchillo para la caza y los amigos más candorosos: Simón, los gemelos y Piggy.
Como en los pueblos primitivos, lo que el hombre no posee debe tomarlo por la fuerza, debe doblegar a la naturaleza para someterla. Jack y su tribu —que empieza a crecer— proceden por asalto y se apoderan del Fuego. Y entonces los menos convencidos se van detrás del Fuego. Como en los viejos rituales griegos, quien posee la llama, el símbolo de lo sagrado, es el vencedor, y así tiene derecho a imponer las condiciones. No es ya quien posee el poder de la asamblea, de la comunidad organizada, cuyo símbolo es el caracol. El consenso de la civilización ha perdido frente a la astucia animal y la destreza guerrera.
Pero como la realidad de dicha ficción es atroz, también lo es su desenlace. El adulto es sacrificado porque no encaja en ese nuevo mundo de liliputienses. Hay víctimas —por supuesto los menos fuertes, los menos aptos para la rudeza—, y el epílogo se avizora terrible. Ya han dejado, en muy poco tiempo, de ser humanos, de ser civilizados, no de ser niños (hay que verlos nada más en sus juegos de niños mientras descansan de las hostilidades del medio). Ha primado el lado animal, ese rasgo oculto por la cordura, y los niños danzan frenéticos en rituales salvajes. El Fuego —otra vez— los convoca, y allí las costumbre tribales cobran vida y se hacen cotidianas. En adelante, salvo la reaparición de la civilización, el triunfo del animal sobre el hombre va a ser definitivo.
La película, además de ser una magnífica adaptación, con un gran respeto por lo esencial de la novela, agrega a ésta la riqueza de la excelente musicalización de Philippe Sarde, acorde con los tiempos narrativos y el gradual dramatismo de las acciones. La fotografía es de una belleza exultante: la naturaleza mostrada sigue siendo exuberante y esplendorosa así lo que ocurra en ella sea terrible. Las imágenes en cámara lenta, con largos planos abiertos en las escenas de mayor peso dramático, hacen que los ojos del espectador discurran aterrados allí donde sólo se preveía dulzura. Hay que volver una y otra vez dentro de la película al plano central, ese en el que el árbol, antes frondoso, sirve como testigo silencioso al deterioro de las relaciones entre los niños y al nuevo rumbo que toman los acontecimientos. Pareciéramos estar frente al árbol apocalíptico de Medea, o de Esperando a Godot.
Dentro del abanico de niños presentes: Simón, Sam, Roger, Billy, Andy, Rog, Mikey, Steve, Pablo, Rusty, Jhon, Harper, Hill, Luke, Larry, Eric, Sheraton, Peter, Tony, Luke, Ralph, Piggy, Ralph y Jack, sobresale la caracterización de este último, quizás la mejor lograda de la película. Los demás personajes orbitan alrededor de él, incluso Ralph.
Filme de desolación, de incertidumbres, de desesperanzas. Poca fe nos queda en la humanidad, en esta irredenta humanidad que tiene como certeza de su futuro a los niños.

lunes, 4 de octubre de 2010

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Por Betuel Bonilla Rojas
Cuando en el año 1993 la película El piano (Jane Campion), obtuvo tres premios Óscar y la Palma de oro en el Festival de Cannes, muchos apenas sabían de la existencia de un cine en Nueva Zelanda; es más, hasta ese momento, de este territorio apenas sí se tenía como referente su cercanía con Australia, o algo sobre su capital Wellington, o acaso algún dato aislado sobre Auckland, su ciudad más grande. Este país no era para nosotros, hasta la exhibición de tan extraordinario filme, más que un lugar exótico, de esos que no podemos ubicar de forma precisa en la geografía universal.
Pero, justo al año siguiente de este éxito cinematográfico, nuevamente un director neozelandés sorprendió con otra producción de calidad, esta vez una ópera prima que, a diferencia del cine de época planteado en El piano, incursionaba en una realidad más cercana, quizás más dolorosa, y que exploraba sin tapujos la crueldad de un medio en el que el licor se erige como salida o tabla de salvación del individuo. Por supuesto, luego del estreno de la película de Tamahori, la coyuntura mundial sirvió para que su película fuera adoptada como caballito de batalla de organizaciones que luchaban contra el maltrato a las mujeres y a los niños en el mundo entero. De hecho, cada vez que este tema, tan vigente hoy en día, se anuncia en algún debate o reflexión sobre la materia, Tamahori vuelve a ser visitado para dar luces sobre el particular.
Curiosamente los primeros minutos de la película discurren en medio de una música alegre, de una relación familiar casi feliz, de esas cuya presencia escasea en los actuales tiempos. Mientras los créditos son presentados, el espectador contempla, como en un seriado nortemaericanbo, la aparición uno a uno de los miembros de la familia Heke, mediante el punto de vista de la madre (Beth): Jake (padre), Nig (hijo mayor), Grace (hija). Todos, de una u otra manera, ofrecen un carácter pintoresco, esto debido tal vez a la característica especial de la raza mahorí a la que pertenecen, lo cual hace que se vean muy extraños a nuestros ojos occidentales. Un poco más adelante, en un suculento plano abierto, un sugestivo lago de una valla publicitaria nos acerca al paraíso, al territorio de la dicha eterna.
El drama se anuncia bajo la forma de un despido del trabajo al padre y la aparición irremediable del licor como paliativo. La relación tambalea y entendemos que nada en verdad era como creíamos, que apenas sí era una tranquilidad provisional, ilusoria. El padre, un individuo hecho sólo de odios y de músculos, un energúmeno prisionero del licor, traslada la cantina a su casa y golpea una y otra vez a su mujer, ante los ojos de sus hijos, y de paso expone a los chiquillos a la violencia feroz de los adultos.
Entonces tenemos el cuadro total, el paulatino deterioro del núcleo familiar y la consiguiente orfandad de unos párvulos desprovistos de afecto: Nig se refugia en el desdén y las excentricidades de un grupo de gorilas rocambolescos, con rituales sorprendentes de tan excesivos, híbridos perfectos de todas las influencia raciales; Grace escribe como expiación y exorcismo, huye hacia la compañía de lo marginal (Trot) para evitar el odio hacia la aversión al padre y la incomprensión de la madre; Boogie, frágil de carácter, encuentra en el latrocinio, el reformatorio y la disciplina de lucha maorí un desfogue a su impotencia; Polly y Hu, desde la inocencia de sus cortos años, lloran y se consuelan con migajas de ternura; Beth sólo cumple con un lastre heredado, con un destino impuesto por alguien anónimo a la mujer – “cierra la boca y abre las piernas”–, y escasamente consigue reaccionar cuando ya la culpa la ha traspasado; y Jake bebe, golpea, se confunde dentro de una masa informe de desadaptados que suplen con los puños la carencia total de sensibilidad y cerebro. La tragedia es inminente y nada parece querer contribuir para que ellos puedan despertar de la pesadilla.
Vista así, dentro de una trama más o menos cotidiana, la película bien pudiera haber sido hecha en cualquier otro lugar, sin que la lectura variara sustancialmente. El valor agregado de Tamahori se encuentra en el análisis al odio racial, en la profundidad con que su cámara explora los sentimientos encontrados de un país que niega el reconocimiento del otro, de aquel que piensa y se expresa de manera diferente. El pasado, el respeto por lo ancestral, por la tradición y las costumbres, parecen ser el reclamo reiterado de una comunidad ignorada, explotada y sometida, víctima del frenesí y el delirio de un pueblo adicto, proclive a cualquier forma de obsesión humana.
Técnicamente la película mantiene un formato clásico, con diégesis lineal y con encuadres y planos de gran sutileza, que acentúan las expresiones de los personajes. La música, compuesta de canciones modernas y maoríes, confiere además una enorme riqueza a la historia y proporciona el aditamento especial para la verosimilitud del drama, además de uq emanipula las emociones de los espectadores. Las caracterizaciones, en especial las de Rena Owen (Beth), y Temuera Morrison (Jake), abundan en ejecuciones extraordinarias, logrando transmitir al espectador la desazón y el odio que los invade. Asimismo, varios pasajes memorables se aprecian, sobre todo cuando el ritual maorí aflora en toda su dimensión, en el reformatorio, en el entierro de Grace, o en la despedida definitiva a los fantasmas en el cuarto de la chiquilla. Brillante además es esa suerte de metáfora corrosiva que traspasa, mediante un raccord por yuxtaposición, la rapiña de un borracho energúmeno que devora a su mujer mientras, en el plano siguiente, son los perros callejeros los que se solazan, igual de rabiosos, con la carroña.
La película, basada en el primer libro de la trilogía de Alan Duff, fue ganadora como Mejor Película del Grand Prix de las Américas, así como del Australian Film Institute. Recibió también el Premio a Mejor Película, Premio del Jurado Ecuménico, Premio del Público a Mejor Película y Premio a Mejor Actriz en el Festival de Montreal, a Mejor Película en el Festival de Durbán (Austria), y Premio a Mejor opera prima en el festival de Venecia.

Ciudadano Kane, de Orson Welles


martes, 28 de septiembre de 2010

Ciudadano Kane: Una película total

Ciudadano Kane: Una película total, 1941

Por: Betuel Bonilla Rojas
En uno de sus tantos juicios artísticos, no siempre inclinados al elogio, el escritor argentino Jorge Luis Borges señaló a Ciudadano Kane como un film abrumador, que no es inteligente sino genial, en el sentido más alemán del término; le auguró la gloria, la posteridad como una justa consecuencia de su colosal dimensión. Por supuesto, esta apreciación de un simple adicto al mundo de la imagen, se reforzó recientemente con la declaración unánime de los críticos de cine señalando a la misma película como la más grande de todos los tiempos, por encima, incluso, de películas de Eisenstein, Griffith, Pudovkin, Herzog o De Sica. Pero ¿dónde reside realmente el encanto de Kane y por qué, luego de tantos años, se le sigue rindiendo tal tributo a su memoria?
El escritor R. H .Moreno Durán planteó hace un par de años, en el marco de un seminario de literatura en Medellín, que la “modernidad literaria nace con la búsqueda de una literatura imposible”, un Ulises, quizás, escrito adrede bajo la forma de un laberinto para que el lector se pierda. Esa particularidad de la osadía, del atrevimiento como rasgo moderno, se convierte entonces en materia prima de obras como En busca del tiempo perdido, La muerte de Virgilio, La montaña mágica o Las olas, impecables retos a la inteligencia, a la cordura y a la mesura clásica. Estas obras, inmensas en su trasgresión, participan además de eso que Vargas Llosa identificó como la “voracidad del texto clásico”, el apetito caníbal con que la obra arremete contra otros campos del arte, o de la propia dimensión humana, para engullir, con placentero cinismo, todo lo que a su paso sea propicio para la edificación de su descomunal andamiaje.
Así, el joven Marcel es capaz de analizar, a plenitud, tanto una sonata como un cuadro de Elstir ―a la larga del propio Renoir― en Las grandes bañistas, o un fragmento de Genoveva de Brabante, o de cualquier novela de George Sand, con la misma profundidad con que se acerca a episodios de la política y la historia, como el affaire Dreyfus.
Pues bien, Ciudadano Kane plantea algo similar valiéndose de otro lenguaje. Toma como pretexto la biografía de William Randolph Hearst e inserta en su relato cinematográfico el suspenso, la intriga, la investigación, el análisis de la condición humana, la influencia de los medios de comunicación en la consolidación del Imperio, el amarillismo publicitario o el puro juego con el tiempo, algo que la literatura ya había descubierto años atrás con Italo Svevo, Virginia Woolf o James Joyce. Pero, como si el solo atrevimiento conceptual no fuese suficiente, Orson Welles acude de manera magistral a técnicas cinematográficas como la fotografía pesadillesca del expresionismo, los contrastes de luz, el surrealismo, el montaje de planos, la profundidad de campo, la ubicación triangular de los personajes, el uso de la grafía o la integración de imagen y sonoridad, todo esto fundido en un solo film, un “film abrumador”, para reiterar la idea de Borges.
La película, en el nivel de la diégesis, plantea dos historias claramente visibles: la primera nos muestra la biografía de un atesorador de bienes, objetos de arte y personas, un magnate que halla en su terquedad y su escalofriante inmoralidad la manera más acertada de edificar su fortuna. Este hombre, Charles Foster Kane, no es otro que el mismo Hearst, reconocido multimillonario norteamericano, fundador del sensacionalismo, ardiente impulsor del nacionalismo estadounidense y promotor de la Guerra de 1898 contra España. Este hombre anhela en el momento de su muerte la presencia de un trineo que consagraba la palabra Rosebud (capullo de rosa), una nostalgia cenital del paraíso infantil. Borges nos dice que este argumento es de “una imbecilidad casi banal”. Pero existe un segundo argumento, acaso el más oscuro y profundo, la investigación del alma secreta de un hombre, el recorrido desordenado de su periplo en procura de hallar la explicación lógica a su soledad, a la tendencia a creer que “tenerlo todo es perderlo todo”, como afirma Carlos Fuentes. Los dos argumentos se cruzan, se complementan y se desplazan sucesivamente a lo largo de un noticiero, seis entrevistas y nueve largos flashback, todos rastreando el posible origen de la palabra “Rosebud”, palabra en la que los críticos han pretendido hallar una abierta alusión a la vagina de Marion Davis, amante real de Hearst.
Orson Welles trabajó en el rodaje desde el 29 de junio al 21 de octubre de 1940 y la estrenó en una sala de Nueva York el 1º de mayo de 1941. En 1938 había aparecido una versión radiofónica de La guerra de los mundos, del escritor británico H. G. Wells, trabajo que el propio Orson Welles hizo para la RKO radio, la compañía de Nelson Rockefeller. Antes de enfrascarse en el trabajo de Ciudadano Kane, su director dedicó un tiempo prudencial para analizar, como simple observador, cada una de las distintas funciones en la producción de una película. El guión fue hecho entre él y Hermann Mankiewicz, aunque a la postre se reconoció que en este último había recaído la responsabilidad mayor, pero su poco prestigio obligó a considerar el nombre de Welles a su lado. Una vez estrenada la película, y sabedor Hearst de que el hombre retratado era él mismo, intentó por diversos medios oponerse a su distribución. Su empresa falló, pues era por demás notorio que si él se oponía estaría reconociendo su papel protagónico, algo poco grato para la estatura pública que mantenía en ese momento.
Técnicamente la película se antoja como un desafío al espectador, que ve cómo a lo largo de la diégesis el tiempo gira intempestivamente hacia el pasado y el presente narrativo, alteraciones temporales sugeridas por las voces de los entrevistados (Suzan Alexander, Bernstein, Lealand, otra vez Suzan y el entrevistador), o por las fechas y letras del archivo de su albacea Tatcher, o por las imágenes que difunde “Noticias a la marcha”, órgano informativo que se ocupa de Kane una vez muere y que sirve de punto de partida a la investigación que el señor Thompson realiza. Estos giros temporales, que no son otra cosa que continuos flashback, permiten evidenciar a un director maduro, conocedor del oficio cinematográfico y fiel epígono de los mayores logros del cine y la literatura modernos.
Estos flashback no siempre se anuncian, y requieren la presencia de un espectador activo, “macho” en la concepción cortazariana del decodificador de mensajes. La dinámica de los flashback no es propiamente armónica, pues recoge desordenada y fragmentariamente hechos de la vida del magnate, no los que son más relevantes, sino los que el guionista o director ha tenido a bien imponer como posibles hilos conductores de la historia. Así, se conoce de Kane algo de sus primeros años, sus inicios en el periodismo, su ascenso en el mismo gracias a triquiñuelas poco plausibles, sus fracasos políticos y sentimentales y su descenso definitivo hasta la antesala de la muerte, el instante aquel en que la bola cae y a través de ella vemos como la enfermera entra a cubrir el cadáver de Kane, sus despojos, la constancia de que, como afirmara el ahora impopular Vargas Vila “la soledad del poder sólo termina con la muerte”.
Ahora bien, en el terreno de la pura técnica cinematográfica, es claro el perfecto uso de la elipsis narrativa, como aquel pasaje en que Kane, luego de ser salpicado de barro, se adentra en el aposento de la recién conocida Suzan, para salir de allí convertido en su amante, sin un acercamiento detallado a la relación íntima, algo que el director no consideró de importancia para el trascurso de la historia. En esa misma escena, Kane es visto a través del espejo por Suzan, la mirada de ella, que se halla en el campo, observa un objeto ubicado fuera de campo ―el propio Kane, reflejado en sólo una parte de su cuerpo―.
Esta técnica de relación entre campo y fuera de campo es la misma utilizada en películas como Nosferatu, en la versión de Werner Herzog, en el pasaje en que Lucía ve al vampiro cuando ingresa a su habitación. Otra técnica novedosa de Welles consiste en la intención de profundidad de campo, conseguida mediante el uso de lentes de focal corta, como en el plano en el que Kane se dirige a los periodistas, que acaba de reclutar de “Chronicle” mediante procedimientos poco nobles. De esta forma la cámara alcanza a tomar un grupo amplio de personajes y el uso de la perspectiva nos garantiza la visión del conjunto. Welles, asimismo, se consideró pionero en el montaje en el plano. Un claro ejemplo de este aporte lo constituye el momento en el que Welles, con ambiciones políticas, hace campaña para gobernador manifestándose públicamente en contra de Gettings. Una fotografía suya vigila su intervención y, en lo alto del palco, el propio Gettings contempla con furia la demolición progresiva de su imagen en las palabras de Kane. Son dos imágenes empalmadas en un solo plano para dar la sensación de simultaneidad.
Pero sin duda alguna que uno de los mayores adelantos de Ciudadano Kane, en cuanto al aprovechamiento de campos afines, reside en la manera en la que adopta procedimientos de la fotografía para afianzar su propia noción de perfeccionamiento, pues apela al encuadre triangular que destaca puntos fuertes y débiles del objeto y construye, con dicho procedimiento, nociones que no sólo afectan la puesta en escena sino también el perfil de los personajes. En el pasaje memorable de la escalera, cuando Gettings desciende luego de amenazar a Kane, éste lo persigue, y la concepción triangular permite que en el mismo plano Gettings y Kane tengan tratamientos diferentes, que la luz difusa proyecte aspectos sombríos de cada personaje y que la palidez del otro lado evidencie rasgos de bondad en ambos personajes. Son esos chorros de luz de marcada ascendencia expresionista, casi en la misma línea de un Robert Wiene, por ejemplo. En este mismo pasaje los techos se ven mediante la profundidad de campo, otro hecho inaugural en la historia del cine.
La luz, trascendental en el instante anterior, halla en Ciudadano Kane terreno fértil para su despliegue, pues ella no es un aditamento más, como en el verismo del Neorrealismo, sino que es protagonista, centro y núcleo de la trama. Con una herencia marcadamente impresionista, en cuanto a la dimensión de los contrastes y el uso ―en realidad abuso― de ellos, Welles se vale de la opacidad desde el comienzo y nos presenta al palacio de Xanadú entre la bruma, entre una neblina espesa que apenas deja insinuar la luz. Kane, adentro, es oscuro, pura silueta, un triste y pálido reflejo de ese ser fuerte y poderoso que hace de las suyas en el mundo exterior. Así, técnica y concepto se mezclan, acaso el cometido final, el procedimiento que hace de la película un “clásico” de todos los tiempos. Desde esta dimensión, Ciudadano Kane es uno de los mayores exponentes del expresionismo, al lado de El gabinete del Doctor Caligari o de Nosferatu, en la versión de 1922 de Mournau.
Como se puede ver, Ciudadano Kane, película por demás ambiciosa y lograda, es la representación del ascenso y el declive de un hombre, o de la burguesía como clase social. Hay en su concepción un secreto recóndito, un mensaje oculto y misterioso, un orden segmentado en un rompecabezas gigante, un aviso críptico encerrado en los límites de “No trespassing”, frase que transmite la noción de circularidad, de desesperanza y apocalipsis. Kane es excéntrico, ambiguo, apuesta todo al ejercicio del periodismo, a la construcción de su emporio, a la edificación sospechosa de un talento musical en Suzan, esquivo por cuanto ella, dipsómana por naturaleza, no rebasa las fronteras de una cantante aficionada. Sin embargo, Kane intenta erigirle una gloria, fracasa en el propósito y se hunde con ella, naufraga, y en el colmo de la desesperación busca salvarse aferrándose al trineo, ese objeto que lo liga con un pasado fantástico, un pasado que se diluye y se consume en la chimenea, porque ninguno se acuerda ya del hombre que fue, sino del hombre público, del hombre ostentoso que acumuló todo, todo menos su propia felicidad.