viernes, 28 de enero de 2011

Síntesis sobre aspectos cinematográficos

Betuel Bonilla Rojas

Los críticos de cine son espectadores profesionales que han pasado primero por el proceso de análisis cinematográfico. Cuando se habla de apreciación cinematográfica se asume de las siguientes maneras: algunos analistas se centran en las fechas y en los nombres comunes a uno u otro filme; otros prefieren ocuparse de la semiología del filme, de los elementos técnicos que intervienen en la elaboración de una película; otro, en los orígenes socioeconómicos de éstos, es decir, en los términos de la producción. El concepto de cinéfilo aparece en los años veinte con Riccitto Canudo como un aficionado atento al cine.

Existen tres clases de textos sobre cine:

Publicaciones para el gran público (revistas de farándula o medios impresos que incorporan reseñas sobre películas, en los cuales no necesariamente se asume una terminología propia del campo de estudio.
Publicaciones para cinéfilos: Francois Truffaut–El cine según Hithcock.
Los textos teóricos y estéticos, el estudio del filme como mensaje artístico.

“Si un comentario quiere evitar el defecto de la ligereza o la frivolidad, debe basarse, cuando menos, en la capacidad de analizar cómo está hecho y cómo funciona aquello que comenta” (Cómo se comenta un texto fílmico, 47).

Algunas reflexiones sobre cine:

―“Una imagen dice más que mil palabras, ¿cuántas palabras dirán 24 imágenes por segundo?” (Imágenes para mil palabras, 21).

―“Somos grandes consumidores de imagen audiovisual pero no siempre sabemos cómo leerla adecuadamente” (Imágenes para mil palabras, 15).

―“El placer obtenido de una película de ficción surge de una mezcla de historia y discurso” (Estética del cine, 122).

―Primer arte verdaderamente popular por la amplitud de su audiencia.

―“El cine es la capacidad permanente de los cuerpos sociales para imaginar sus sueños y verdades” (Imágenes para mil palabras, 5).

―“El cine es como una mariposa que se convierte periódicamente en crisálida para evolucionar. Luego emerge de la metamorfosis transformada en otra mariposa de diferentes colores” (Imágenes para mil palabras, 11).

―“El cine es un gran medio de conversar entre los pueblos” (Estética del cine, 160).

― “Arte de la representación y la significación con vocación de masas” (Estética del cine, 71).

―“El cine debe reflejar la realidad dando al mismo tiempo un juicio ideológico sobre ella (Eisenstein).

―“El cine nos permite enrollar el mundo real en un carrete para poder desenvolverlo luego como si fuese una alfombra mágica de fantasía” (Marshall McLuhan. Citado en Cómo se comenta un texto fílmico, 33).

―“El octavo arte, se ha dicho, es el de hacer dinero con el séptimo” (Vamos a hablar de cine, 31).

―“Como hay una temática capitalista, hay una temática comunista, en la cual la fórmula de la primera, es decir: muchacho-muchacha-encuentro-disputa-reconciliación-beso-final, se convierte en: muchacho-tractor-avería-arreglo-apoteosis final. La temática capitalista es el resultado de la imposición comercial; la comunista, consecuencia de la imposición ideológica” (Vamos a hablar de cine, 39).

―“Un día, el cine descubrió el cuarto de baño; después, el dormitorio; luego, que la cama sirve para que dos personas se metan dentro; más tarde, que no es imprescindible que esas dos personas tengan una sábana encima; el último descubrimiento es que no tienen que ser de diferente sexo” (Vamos a hablar de cine, 46).

Breves notas de la historia del cine

Ya los griegos conocían los principios ópticos de la cámara. La cámara fotográfica se inventó en 1835. En 1888 George Eastman fabricó los carretes de películas de celuloide; eran sucesiones de cuadros pero sin montaje. En 1895 Thomas Edison construyó un estudio destinado a producir filmes de «Kinetoscope» (el observador tenía que mirar por un orificio el interior de una caja por donde iban pasando mecánicamente unas tiras de película con breves argumentos). Antes había existido el «mutoscope», construido por Dickson y Casler, un libro con imágenes consecutivas en páginas que podían pasarse manualmente o mecánicamente. El 22 de marzo de 1895 los hermanos August y Louis Lumière exhibieron con el cinematógrafo La llegada del tren a la estación, en “El Grand Café de París”, con el sueño de narrar historias por medio de imágenes. Era en 35 milímetros de ancho en relación de ¾. No tenía sonido sincrónico. La historia del cine comienza con el noticiario. La ficción empieza con los dos grandes géneros, de los que el cine vive y a los que se vuelve cada vez que necesita encontrarse a sí mismo: el cine del Oeste y el cine cómico.
La relación sonido-sentido fue planteada en 1928 por Alexandrov, Eisenstein y Pudovkin. En 1896 George Méliès inventó el filme narrativo, fotografiando imágenes de la vida real. Coloreaba a mano sus películas pero no usaba primeros planos (el público no aceptaba que las personas aparecieran cortadas por la cintura o las rodillas). Trabajaba con una cámara fija, como en el teatro. Fue el primero en realizar películas publicitarias. En 1899 se fundó la “Vitagraph”. En 1902 se inauguró la primera sala en los Estados Unidos; como la entrada valía un nickel (5 centavos) la sala se llamó «nickelodeon».

Los Lumiére inventaron la técnica, Méliés el espectáculo y Pathé el negocio (alquiler). Albert Smith empezó a usar los primeros planos. El primer montaje, creación de la narración mediante la unión de trozos de filme, lo inventó Edwin Porter, un camarógrafo (El gran robo del tren, 1903, película de 8 minutos y Fire, 1901). Existían las compañías “Edison”, “Biograph” y “Vitagraph” como industrializadoras. El primer actor que atrajo al público fue Max Linder. En 1905 Miles empezó el alquiler de películas, que se hacía en bicicletas, llamadas «bicycling». En 1902 nació la Junta Nacional de Censores de Películas. En 1912 William Fox creó la “Corporation Fox Film”, que se unió en 1935 con la “Twentieth Century”. En 1913 se constituyó Hollywood en California y se fundó la “Universal” por Cral Laemmle, especializada en películas de terror. David Wark Griffith introdujo primeros planos agrandados, vistas de lejos, el salto atrás, el suspense mantenido y la desaparición gradual de una imagen. Fue el primero que se planteó la posibilidad de hacer cine como arte. Las primeras décadas fueron de westerns. Con Intolerancia (1916) se introdujeron los planos paralelos. Incluyó 15.000 extras y 1.900.000 dólares. Primeros planos, planos largos y medios mezclados. En 1914 se constituyó la “Paramount” (suprema), unión de “Lasky” y “Famous Players”. Nosferatus (1922) de F.W. Murnau fue la primera película en emplear escenarios totalmente naturales y fue a su vez la menos contaminada por la sombra del teatro.

Los americanos descubrieron durante la Primera Guerra la capacidad del cine para influir en las masas y los alemanes la pusieron en práctica. Con Eisenstein se introdujo el protagonista colectivo: La huelga (1924), El acorazado Potemkin (1925) y Octubre (1928). Por esta época nacieron los cine-clubs. En 1919 se fundó la “United Artists” con Chaplin, Mary Pickford, Griffith y Fairbanks como fundadores. En 1927 Louis Mayer fundó la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas (Oscar), ganando en ese año Alas el premio a mejor película. “Metro Company” se fundó en 1925 y al final del mismo año una fusión originó la “Metro-Golwin-Meyer”. Los Warner eran hijos de un zapatero emigrado de Polonia. En 1927 se aprobó en Estados Unidos la Ley de Cinematografía (exhibir mínimo un 5% de producción nacional). Hacia 1928 empezaron a producirse los primeros sonoros. En 1898 Auguste Baron había patentado un sistema para registrar y reproducir imágenes y sonidos. La General Electric y la Western Electric se interesan por el «vitaphone», que patentan los hermanos Warner. Don Juan (1926), fue un filme musical sonoro pero la voz humana no intervenía. El sonoro no llegó como una necesidad artística, sino comercial, fue el recurso desesperado de la “Warner” para evitar su hundimiento. El cantante de jazz (1927) fue totalmente cantado. Luces de Nueva York fue el primer filme verdaderamente sonoro. En la vieja Arizona (1929) fue la primera película totalmente hablada y grabada en exteriores; las cámaras se ocultaron entre los matorrales. Del sonoro se había dicho: “Un monstruo temible, una creación antinatural” (René Clair). Sucedió una noche (1933) fue la primera película en recibir varios Oscar. Los actores que pasaron del mudo al sonoro, en su gran mayoría tuvieron que aceptar papeles secundarios. Con Broadway Melody (1929) se inauguró el music–hall. En Lo que el viento se llevó se empleó por primera vez el color en un gran filme.

Algunos conceptos del lenguaje cinematográfico

El filme está compuesto por una sucesión de imágenes fijas o fotogramas, dispuestas en serie sobre una película transparente. La imagen es plana y delimitada por un cuadro. El formato estándar es de 35 milímetros de ancho.

Guión: “Descripción de la historia en el orden del relato” (Estética del cine, 115). Es una descripción detallada de las acciones, parlamentos y diálogos de los personajes de una película.

Dramaturgia: Es el encadenamiento de acciones motivadas por los conflictos presentes en la historia y la forma de narrar esas acciones en una estructura narrativa.

Puntos de vista de la cámara

“Un movimiento de la cámara no es una cuestión de técnica sino una cuestión de moral” Jean-Luc Godard

La cámara crea un lugar de enunciación de la mirada conforme elige dónde situar su encuadre (Zavala, 99). Depende de los emplazamientos de la misma (ubicación física) o de sus desplazamientos (movimientos). Desde Lauro Zavala:

Dimensión discursiva: desde la mirada se produce el sentido de la película (99);

Dimensión comunicativa: la mirada de la cámara existe antes de que se produzca la mirada del espectador. La cámara crea un posicionamiento del espectador (…), con una determinada carga de género (99).

Dimensión ideológica: la mirada define una ideología, una perspectiva, una visión del mundo y un compromiso ideológico con esta perspectiva (99);

Dimensión subtextual: la mirada establece una relación de deseo entre el sujeto y el objeto del deseo, conlleva una identidad de género (99).

Plano: Es la representación visual de una idea simple. Es dimensiones de cuadro, punto de vista, movimiento, duración, ritmo, relación con otras imágenes.

Otras opiniones:

―Duración temporal entre dos movimientos de arranque y apagado del motor de la cámara durante el rodaje (Cómo se comenta un texto fílmico, 96).

―Entre plano y plano, por estrecha que sea su relación, queda siempre un espacio que tiene que llenar el espectador. Es lo que se llama sugerencia” (Vamos a hablar de cine, 60).

―Los planos son en realidad los enunciados, con frecuencia los párrafos, y en casos excepcionales, incluso los capítulos que constituyen el cuerpo de todas y cada una de las películas. (El cine: concepto y crítica, 37).

Plano-contraplano: “Forma de filmar una conversación en la que la cámara se desplaza sucesivamente entre dos planos medios de las personas que están hablando” (Lecciones de cine, 45).

Planimetría

Tipos de planos:

Plano general: es el que incluye una figura humana en su totalidad dentro del encuadre.

Plano americano: la figura ocupa el encuadre desde las rodillas hacia arriba.

Plano medio: la figura ocupa el encuadre desde la cintura hacia arriba.
Primer plano: el encuadre incluye una vista cercana de un personaje, concentrándose en una parte de su cuerpo, principalmente el rostro, pero también un brazo o una mano.

Primerísimo primer plano: encuadre centrado en una cercanía mayor que en el caso anterior (los ojos, la boca o el dedo de una mano).

Plano de detalle: el encuadre ofrece una vista cercana de un objeto.

Plano de conjunto: el encuadre incluye un conjunto de figuras de cuerpo entero.

Plano secuencia: sucesión de planos en un solo y mismo movimiento continuo.

Cuando se filma con la cámara en ángulo, Según el ángulo en el que se coloca la cámara en relación al objeto:
http://www.uhu.es/cine.educacion/cineyeducacion/tiposdeplano.htm

Plano en Picado: cuando la cámara está sobre el objeto, en un cierto ángulo. El objeto está visto desde arriba. Suele emplearse a veces para destacar aspectos psicológicos, de poder, etc.;

Plano en contrapicado: al contrario que el anterior, la cámara se coloca bajo el objeto, destacando este por su altura;

Plano aéreo o «a vista de pájaro»: cuando la cámara filma desde bastante altura: montaña, avión, helicóptero, etc.;

Plano frontal: Cuando la cámara está en el mismo plano que el objeto;

Plano cenital: Cuando la cámara se encuentra en la vertical respecto del suelo y la imagen obtenida ofrece un campo de visión orientado de arriba a abajo.

La cámara se puede colocar de muchas formas, invertida (salen los objetos al revés), a ras del suelo (vista de oruga: pies de personas, ruedas de coches, etc.).

Cuando se filma con la cámara en movimiento

El cine no toma sólo imágenes. Filma sobre todo, movimientos. La gran fuerza expresiva del film está precisamente en su multiplicidad dinámica, en los numerosos tipos de movimientos que son posibles en él:

Movimientos en la misma cámara:

Capaces de reproducir con exactitud el movimiento de los sujetos filmados: el paso rítmico del film detrás del objetivo y del obturador. En los aparatos primitivos, el arrastre del film se hacía manualmente. Era muy complicado pero los operadores de cámara se convirtieron en verdaderos artesanos que lograban en cada momento el ritmo y la cadencia adecuada a la escena filmada. Podían exagerar en escenas cómicas o ralentizar en las dramáticas. Nacieron así dos tipos de movimiento: cámara lenta y cámara acelerada. El «cámara lenta» se logra acelerando la velocidad de filmación y ralentizando la de proyección. El «acelerado» se realiza a la inversa. Muchos de los efectos especiales de hoy día están realizados con estos criterios a los que se han aplicado las nuevas tecnologías. El efecto “celuloide rancio”, de la velocidad de las películas antiguas se debe a que se filmaron a una velocidad muy lenta y se proyectan con motor a una velocidad constante, más alta.

Movimientos de la cámara sobre sí misma:

Otro recurso del lenguaje cinematográfico es el movimiento de la cámara sobre sí misma. Cuando la cámara se mueve para perseguir objetos o figuras. La cámara gira sobre una plataforma esférica. Se logran así las panorámicas horizontales, verticales y diagonales. Se busca así a los actores, se siguen sus movimientos, con el fin de incrementar los espacios y las formas de ver la realidad. Gracias a estos movimientos se hizo posible el ‘plano secuencia’, visto más arriba.

Movimientos externos a la cámara

Cuando es la misma cámara la que se desplaza. El movimiento externo de la cámara se puede conseguir de muy diversos modos: mediante el travelling, con la grúa o montando la cámara en un helicóptero. Así como las panorámicas se mueven sobre el eje de la máquina, los travellings se hicieron colocando la cámara en un carrito que se desplazaba sobre unos rieles. Vino luego la transformación de la óptica variable, que permitió lo que se ha llamado travelling óptico (zoom). Hoy, la liviandad de las cámaras y la facilidad de su manejo permiten que el operador, a pie y cámara en mano, siga al sujeto, lográndose efectos de un verismo sorprendente. La grúa tiene la capacidad y versatilidad de realizar tomas verticales, desde la altura y a nivel del suelo, y vistas aéreas. El helicóptero, por su facilidad de movimiento en el aire sirve para recrear ambientes que de otra forma serían imposibles: filmar grandes multitudes, espacios inmensos, batallas, etc.

Campo: Porción de espacio imaginario contenido en el interior del encuadre (Cómo se comenta un texto fílmico, 99).

Fuera de campo: Conjunto de elementos que sin estar incluidos en el campo, se relacionan con él imaginariamente para el espectador por cualquier medio (Cómo se comenta un texto fílmico, 95).

Flou artístico: Pérdida voluntaria del enfoque en todo o en parte del cuadro, con unos fines expresivos.

Raccord o sutura: Todo cambio del plano insignificante como tal, toda figura de cambio de plano en la que se intenta, a una y otra parte del corte, los elementos de continuidad. Sutura, de espacios, de movimientos, de miradas..., que se traduce, para el espectador, en la sensación de continuidad perceptiva, de invisibilidad de la puesta en escena” (Cómo se comenta un texto fílmico, 142). Según Lauro Zavala, consiste en “ocultar la fragmentación inherente en el montaje y producir en el espectador la sensación de una totalidad significativa” (81).

Según Zavala, se distinguen, de acuerdo con las operaciones cognitivas del espectador, varios tipos de suturas:

Sutura inconsciente: forma involuntaria en que el espectador proyecta sobre las imágenes en la pantalla los elementos pertenecientes a su subjetividad (81);

Sutura preconsciente: el espectador proyecta sobre la pantalla su visión de mundo (81);

Sutura narrativa: la que cada espectador hace deliberadamente a partir de las elipsis del montaje, de modo que las imágenes fragmentarias son reconstituidas en una interpretación global y verosímil en cada secuencia (81);

Montaje:

―“Es la organización de planos de un filme en determinadas condiciones de orden y duración” (Estética del cine, 54).

―“Es el principio que regula la organización de elementos fílmicos visuales y sonoros, o el conjunto de tales elementos yuxtaponiéndolos, encadenándolos y/o regulando su duración” (Estética del cine, 62).

―“El mecanismo del montaje consiste en fragmentar primero la realidad en planos para reconstruirla después, ordenando esos planos en un sentido determinado” (Vamos a hablar de cine, 71).

Relato: Es el enunciado en su materialidad. Requiere de una gramática. Es un discurso cerrado porque comporta un principio y un fin y está materialmente limitado.

Narración: Es el acto narrativo productor y, por extensión, el conjunto de la situación real o ficticia en la que se coloca. El del narrador es siempre un papel ficticio, puesto que actúa como si la historia fuera anterior a su relato.

Historia o diégesis: Es el contenido narrativo. Es la historia comprendida como pseudo–mundo, como universo ficticio cuyos elementos se ordenan para formar una globalidad.

Gramática del cine: La gramática cinematográfica estudia las reglas que presiden el arte de transmitir correctamente las ideas por una sucesión de imágenes animadas, que forman un filme (Estética del cine, 168).

Fotografía: El fotógrafo de cine es como un pintor: trabaja la luz, las perspectivas y los volúmenes.

Flashback: Interrupción en la linealidad de la narración, con un viaje intempestivo hacia el pasado de uno o más personajes. Se produce por la aparición en escena de un objeto, un olor, un sonido, un sabor, una palabra o un conjunto de todos estos elementos que, actuando involuntariamente sobre la conciencia del personaje, entran por los sentidos y lo instalan por un breve o largo tiempo en un pasado que puede ser cercano o remoto. El espectador no tiene un aviso del cambio, sino que, de la misma forma sorpresiva, debe viajar con el personaje para percibir la historia en toda su dimensión.

Flash-forward: Salto en el tiempo de una diégesis hacia un momento futuro, ubicado casi siempre por fuera de la diégesis, es decir, luego de terminada la historia contada en el filme.

Elipsis: Figura de construcción que consiste en omitir en la oración una o más palabras, necesarias para la recta construcción gramatical pero no para que resulte claro el sentido. En el cine consiste en omitir un fragmento que no es esencialmente importante para el desarrollo de la trama. Se emplea para agilizar la acción y para salvar situaciones escabrosas, como encuentros sexuales.

Planos paralelos: Técnica de estructuración de una diégesis en la cual dos o más historias, con identidad propia, se desarrollan simultáneamente en el tiempo. Como elementos de rigor se requiere que las historias coincidan el tiempo y que en algún instante de la historia general se crucen. Muy utilizados como forma narrativa de la televisión.

Steady cam: Instrumento creado a finales de la década del setenta, utilizado para desplazar la cámara sin sobresaltos cuando no se puede funcionar con niveles y grúas. Consta de arnés, muelles, brazo mecánico y monitor de video.

Clásico: Filme en el que cada fotograma es un encuadre perfecto, cada escena tiene una duración adecuada, se mantiene el interés durante todo el metraje, todos los personajes están correctamente dibujados y los actores pueden dar lo mejor de sí mismos.

Retención de plata: Fenómeno fotográfico que permite apreciar con mayor claridad los detalles en la oscuridad, produciendo más luminosidad en los tonos claros.

Cinema noir: Género cinematográfico caracterizado, según Paul Schrader, por “acción sicótica y el impulso suicida, pérdida del honor público, pérdida de las convenciones heroicas, de la integridad personal, de la estabilidad psíquica y de la violencia y el exterminio de la especie como raro divertimento que manipulan a ultranza el ánimo del público”.

Sonidos en el filme:

Voz in: voz que, en tanto tal, interviene en la imagen, redoblando en el espacio del sonido lo que es ofrece en el campo de la visión. Parece salir de la boca de un personaje presente en el encuadre.

Voz out: voz que irrumpe en la imagen, por ejemplo, cuando una voz cuya fuente no se visualiza en el encuadre interroga a un sujeto en campo.

Voz off: la del monólogo interior, o del personaje narrador de un flashback, no presente en el encuadre.

Voz trough: emitida por alguien presente en la imagen, pero al margen del espectáculo de la boca. Caso del personaje que habla de espaldas a la cámara.

Voz over: se instala en paralelo a las imágenes, sin relación con ellas emergiendo de una fuente exterior a los elementos que intervienen dietéticamente en el filme. (Voz del documental u omnisciente).

Itinerario del espectador de cine (Lauro Zavala):

La apuesta inicial: El título como seducción; la lección de la sala; disposición de la cartelera.

La elección genérica: Reconocer la preeminencia de las estructuras narrativas características de los géneros cinematográficos definidos a partir de la posguerra.

La emoción expectante: Apagadas las luces, el espectador se deja seducir por el ritual de entrar y compartir lo que se le pone en la pantalla. Es participante activo ante un simulacro.

La absorción temporal: El espectador se sale del mundo real y adopta la perspectiva que la cámara le pone enfrente.

El regreso a casa: Distintas maneras de interpretar lo visto.

Bibliografía consultada

• Álvarez, Luis Alberto. Páginas de cine. Volumen 2. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín. 1992: 539 Págs.

• Álvarez, Luis Alberto. Páginas de cine. Volumen 3. Editorial Universidad de Antioquia. Medellín. 1998: 590 Págs.

• Aumont, Jacques y otros autores. Estética del cine. Traducción de Nuria Vidal. Editorial Paidós. Barcelona. 1996: 329 Págs.

• Artaud, Antonin. El cine. Traducción de Antonio Eceiza. Alianza Editorial. Madrid. 1982: 135 Págs.

• Carmona, Ramón. Cómo se comenta un texto fílmico. Editorial Cátedra. Madrid. 1996: 326 Págs.

• Dmytrik, Edward. El Cine: Concepto y crítica. Traducción de Rodolfo Piña García. Editorial Limusa. México. 1995: 178 Págs.

• Ford; Charles y Jeanne, René. Historia Ilustrada del Cine en cuatro tomos. Traducción de Ricardo Díaz. Madrid: 1981.

• Fuentes, Carlos. En esto creo. Editorial Seix Barral. Bogotá. 2002: 358 Págs.

• García, Marta. Historia del cine. Tomos I, II y III. Editorial Sarpe. Madrid. 1988.

• García Escudero, José María. Vamos a hablar de cine. Biblioteca Básica Salvat. Navarra. 1971: 161 Págs.

• Graham, Peter. Diccionario de Cine. Traducción de Carlos Beltrán. Editorial Novaro. México. 1968: 185 Págs.

Imágenes para mil palabras. Dirección de Cinematografía. Ministerio de Cultura. Bogotá: 130 Págs.

• King, John. El carrete mágico. Traducción de Gilberto Bello. Editorial Tercer Mundo Editores. Bogotá: 1993.

• MAGAZÍN DOMINICAL DE EL ESPECTADOR. Varios números.

• Moravia, Alberto. Moravia en el cine. Editorial Plaza & Janés. Barcelona. 1979: 329 Págs.

• Revista Kinetoscopio números 10, 14, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 23, 24, 25, 16, 27, 28, 33, 34, 36, 38, 43, 44, 45, 46, 47, 48, 66, 67, 68, 69, 70, 71 y 72.

• Shepard, Sam. Estados de shock, Al norte, Lengua silenciosa. Editorial Anagrama. Barcelona. 1998: 197 Págs.

• Tirard, Laurent. Lecciones de cine. Traducción de Gemma Andójar. Editorial Paidós. Barcelona. 2003: 221 Págs.

• Tudor, A. Cine y comunicación social. Editorial Gustavo Gil. Barcelona.

• Zavala, Lauro. Teoría y práctica del análisis cinematográfico. La seducción luminosa. Trillas. México. 2010: 231 Págs.

sábado, 22 de enero de 2011

El jefe, de Jaime Escallón, 2011

El jefe, de Jaime Escallón: un burdo humor hecho a las malas, 2011

Por Betuel Bonilla Rojas

Que el cine colombiano está hecho con las uñas; que los actores, además de hacer todo lo posible por caracterizar bien a su personaje, deben sacar de su bolsillo para gastos de producción; que hay que apoyar la industria nacional, son algunas de las razones que hacen que los colombianos, pese a todo, pese al Fondo para el Desarrollo del Cine, sigamos viendo eso que llamamos “cine nacional”.
Pero bueno, digamos que uno hace el esfuerzo, que con el corazón puesto en esa abstracción que es la patria cae seducido por una de estas razones y decide pagar la boleta. Uno sabe, lo sabe con absoluta seguridad, que en las primeras de cambio una voz en off (casi siempre de un adulto con ridículas ganas de nostalgia), nos pone frente a un insoportable flashback que nos hace arrepentirnos de haber entrado con el gesto de “otra vez de lo mismo”. Este recurso, sumamente ingenioso, inventado por los creativos directores colombianos, no falla. Si este flashback a veces no está presente, tenemos que aguantarnos, hasta el cansancio, las groserías de mal gusto (como si en Colombia sólo se hablara de esta manera), o modelitos haciendo los pinitos de algo de lo que no tienen la menor idea, es decir, de actuar, o los mensajes narco-políticos de directores mediocres que toman prestadas historias aún más mediocres de escritores mediocres pero muy bien relacionados. Y esto es lo que llamamos cine nacional.
Aun así, uno espera que de pronto algún director audaz se salga del libreto y nos depare una sorpresa, que de pronto uno de estos magos del ingenio y de la imagen asuman que no todos los colombianos somos una recua de ignorantes que nos desternillamos de risa con sus hilarantes historias plagadas de un pormenorizado cuadro sociológico, de lugares comunes y de sesudas muestras de lo que nosotros somos. Es decir, ellos, los directores, han fundado el ser colombiano. Como los costumbristas fundacionales en el siglo XIX, los directores colombianos nos han hecho ver lo que somos. Pero no. Una vez, y otra, y otra, tendremos que seguirnos conformando con haber apoyado el paupérrimo cine nacional, aún a costa de nuestra paciencia y nuestro bolsillo.
Nadie es más culpable que uno mismo. Esas razones antes mencionadas me llevaron a ver El jefe, la película de Jaime Escallón, basada en el libro Recursos humanos, de Antonio García Ángel. Porque de todas maneras uno es colombiano y queda mal no dar cuenta del cine nacional. Digamos que el libro es entretenido, que, pese a la bendición de Mario Vargas Llosa, éste, en sí mismo, está muy lejos de ser buena literatura. Es un libro divertido, con algunos pasajes francamente amenos, lleno de un moralismo que apenas se disimula por unos disparates que pudieron, perfectamente, haber parecido muy atractivos al director.
Pero esto nada tiene de cinematográfico. Entonces, el director intenta explotar dos de los tres elementos que pueden servir de gancho para captar audiencia: la relación ilegal de Ángela y Ricardo Osorio y el humor que, especialmente en la novela, encuentra en las pilatunas de Osorio, o el capítulo del casting de magos, los momentos más logrados. Entonces, confiados en la aparente vulgaridad del público que visita una sala de cine en Colombia, la película apela a lo evidentemente escatológico para hacernos morir de risa. Reímos porque la boluda de la secretaria se vomita encima del “jefe”, reímos porque la inocente criaturita deja rezagos de heces en el pantalón de Osorio, reímos porque él mismo embadurna de excrementos la oficina de Fonseca, reímos porque después de que en varias escenas la vida del héroe se pone patas arriba, descubrimos que estábamos en un sueño, ¡qué original!, en fin, reímos y más reímos porque lo más fácil en el cine es hacer humor con lo obvio, con lo que saca risas de malicia o de asco. Nada más. En esto, desde luego, cada plano es tan predecible que no provoca seguir adelante, sino morirnos de risa ante tan escasa imaginación.
En la otra línea temática, la del humor “negro” de la historia, es decir, la de la risa más lo macabro, ocurre casi lo mismo. Sumamente original resulta que lo grotesco, como el clisé más a mano del humor, abunde por doquier, desde el desaforado sexo entre Ángela y Ricardo, pasando por el escultural cuerpo del “jefe”, exhibido una y otra vez en planos generales y medios para obligarnos a mirar hacia sus pintorescos calzoncillos años ochentas, o las constantes alusiones a lo sexual y lo excrementicio, con frases muy ilustrativas de nuestra riqueza idiomática, o los inesperados golpes de mala fortuna que tienen el protagonista y otros personajes (revólver y muerte accidental de por medio, no podían faltar). Todo abunda de tal manera que fatiga, que cansa por lo fácil, lo obvio y lo inmediato. Más que un guion elaborado desde el respeto por una secuencialidad temática, por la selección de escenas que contribuyan a la construcción de lo verdaderamente cinematográfico, lo que tenemos es a un mal contador de chistes, un humorista de pésimo gusto que confunde el humor con la vulgaridad. Pero claro, otra vez, dirán que “es que así somos los colombianos”. Y pueden llegar a tener la razón.

En cambio, para poca fortuna de la película, el tema más cinematográfico de la novela se ha perdido por el excesivo énfasis en los elementos anteriores. El descenso de Osorio por los laberintos de la fábrica, la intromisión cada vez más esquizofrénica en esa vida subterránea que tiene lugar entre los intersticios más secretos del sótano, apenas sí se presta para trasladar unas pocas escenas de ese burdo humor hacia allá. Y entonces todo, de repente, se vuelve una especie de parodia de thriller muy jocoso en el que un descerebrado y delirante jefe juega a ser detective a la vez que es engañado. Mejor combinación no podía ser pensada. Una brillante, cristiana y generosa lección de lo que le puede pasar a un colombiano que planea fugarse con la “otra” sin dejar plata a su mujer. Un castigo al cinismo. En medio, el esfuerzo de un Carlos Hurtado que hace todo lo humanamente posible por hacer homenaje a su primer protagónico, aunque falle en el intento; o el esfuerzo menos épico de Marcela Benjumea para estar a la altura de sus papeles en televisión y poder dejar en claro de una vez y para siempre que las mujeres colombianas se las pillan todas; o los encantos fallidos de una Katherine Porto que oscila entre la esperanza hipertrofiada de la femme fatal y la sorprendente y fallida vocación de querer dar aquello que no se posee, o la indudable certeza de que las coproducciones son una especie de colchas de retazos en las que el billete no tiene compasión del espectador ni del buen gusto, y de eso sí que tenemos malos ejemplos.
Pero bueno, es cine nacional, y algún día se verá algo de calidad. Mientras tanto, sigamos pagando la boleta porque muchos diremos que “¡ah duro que les toca a los pobres realizadores colombianos”!

domingo, 9 de enero de 2011

Tinta roja, de Francisco Lombardi

Tinta roja, de Francisco Lombardi, 2000


Por Betuel Bonilla Rojas

En su camino al oscuro y misterioso valle de la muerte, el religioso Dante va guiado por el profano Virgilio, cuyo único delito para morar en el limbo parece haber sido nacer antes de la implantación de la fe cristiana, un hecho que escapa a su propia elección. Alberto Fernández, el impoluto joven profesional protagonista de la película, estudiante destacado de una universidad pituca, es la representación contemporánea de Dante; debe descender al universo terrenal en una especie de pérdida del paraíso, un desalojo forzoso del apacible cosmos universitario en donde todo es pura teoría, fortín ideal para la ingenuidad y el optimismo. Y allí, en esa parodia del infierno que es Lima, una ciudad que crece vertiginosamente y que aloja como insectos a los hombres que la habitan, la mano de Faundez se extiende, cínica y amigable, para introducir al cándido aprendiz por el sendero de la cruda realidad, de la turbulencia y los vicios. Por supuesto, Faundez dista mucho del latino Virgilio, es una suerte de descreído de la profesión periodística y ha adoptado recursos non santos, nada plausibles para la consecución de sus metas. En cuanto a su papel como hombre, don Saúl encarna el hedonismo más extremo, la búsqueda del placer desaforado, expresión del descenso moral y el desencanto de una generación que nunca alcanzó la necesaria y anhelada utopía. No en vano, uno de los íconos recurrentes en las películas de Lombardi es su compatriota Vargas Llosa, al que admira sin restricciones, otro desencantado del idilio prometido por la izquierda, un “intelectual”, como lo cataloga socarronamente Faundez, que abandonó el entusiasmo inicial del camarada “Varguitas” para sumarse a las cuestionadas filas de los neoliberales y los defensores de la globalización.
La película, que está perfectamente estructurada a través de una narración aparentemente lineal, pero que introduce de manera inteligente una sucesión de flashbacks casi imperceptibles, decisivos como evidencia para la comprobación de lo que las palabras expresan, se vale de los diálogos y los actos de los personajes para cuestionar la dicotomía academia–realidad, una irrisoria perogrullada cuando la pobreza y la marginalidad alcanzan derroteros sin orillas y alteran cualquier formulación e intento de instalar una ética firme y durable. De esta manera, ni el desleal papel de un Varguitas exitoso, ni el improcedente amarillismo de Escalona, ni el celestinesco oficio de un Van Gogh simulador, ni Faundez en su más cuestionable arribismo o en su machismo utilitario y despiadado, pueden ser analizados desde una moral maniquea, pues todos, en últimas, no son otra cosa que distintas formas de moral, justificadas desde la necesidad de sobrevivir en un medio en el que la compasión y el dolor sólo son posibles cuando nos alcanzan a nosotros mismos.
Unidos mediante “El Clamor”, periódico populista y sensacionalista que desnuda de forma cruda y patética el alma humana, bajo el eslogan de que “las páginas policiales son la vida social de los pobres, la única manera de que los pobres existan”, los personajes, merced a la riqueza expresiva del guión y a las impecables caracterizaciones, evidencian cómo las posturas humanas van mudando conforme la vida nos atraviesa siniestras zancadillas o espléndidas oportunidades de progreso. Van Gogh, esa especie de rapsoda moderno, hila la historia valiéndose de precisas sentencias tomadas prestadas de Internet, la mayoría de ellas de ilustres pensadores, testimonio vivo de que el destino parece estar trazado de antemano para cada hombre, de que, quizás a la vuelta de la esquina un acontecimiento nos está esperando para cuestionar nuestro proceder o para modificar en algo nuestro incierto periplo.
Basada en la novela homónima de Alberto Fuguet, la película es una magnífica puesta en escena, con excelentes locaciones, un muy bien logrado guión y aciertos técnicos innegables como el de la voz en off inicial (que en realidad son diálogos montados de la propia historia), que nos conduce hacia la trama y una vez llegamos a ella nos abandona allí, nos deja a merced de nuestros propios juicios, o con esa circularidad de la historia en la que cualquier intento de evasión se antoja por demás inútil. En el intermedio, la película presenta una estructura de anillos concéntricos, hechos que giran alrededor de un eje y que, sin importar el tiempo en el que se encuentran, nunca pierden de vista aquello que los lleva a gravitar, la realidad entera en la que el hombre sucumbe sin excepción, pobres o ricos, pitucos o anodinos y desamparados vendedores ambulantes.
Brillante por demás la caracterización de un Gianfranco Brero en el papel del Saúl Faundez, al cual logra inyectarle vida propia, haciendo del cinismo casi un acto de fe, o de Carlos Gassols, quien interpreta al memorioso Van Gogh, un hombre hecho de frases y de gestos. Al lado, sin que el papel permita un lucimiento mayor, salvo en ese silencio infranqueable, está Escalona, encarnado por la figura del siempre recordado Fele Martínez. Los demás están ahí haciendo el papel de dignos acompañantes.
Francisco Lombardi nació en Tacna, Perú, en 1949. Director, productor y guionista. Es uno de los realizadores más reconocidos y prolíficos de la cinematografía latinoamericana. Estudió cine en la Universidad del Litoral en Santa Fe (Argentina) y posteriormente en la Universidad de Lima. En 1974 se vinculó como accionista minoritario de Producciones Inca Films SA, compañía de la cual asumió el control en 1984 y con la cual ha realizado la mayoría de sus filmes. Su filmografía incluye además las siguientes películas: Muerte al amanecer (1977), Callejón oscuro (1982), Medea, una puesta en escena (1982), Maruja en el infierno (1983), La ciudad y los perros (1985), Sin compasión (1986), La boca del lobo (1988), Caídos del cielo (1989), Bajo la piel (1996), No se lo digas a nadie (1998), Muerte de un magnate (1980), Pantaleón y las visitadoras (2000), Ojos que no ven (2003). La película Tinta roja obtuvo premio a mejor director y mejor actor protagónico en el Festival de Cine de La Habana en el año 2000.

lunes, 18 de octubre de 2010

El señor de las moscas, de Harry Hook

El señor de las moscas, de Harry Hook, 1990

Por: Betuel Bonilla Rojas
Jean Jacques Rousseau, aquel eminente filósofo y pedagogo francés, enemigo acérrimo de Voltaire, planteó en cierta ocasión algo así como que todo hombre nace limpio (libre, dirán algunos) y la sociedad lo corrompe. Esta especie de romanticismo naturalista, esta creencia en la bondad innata de los hombres, propició que el mayor libelista de la Ilustración lo atacara —lo mismo que al filósofo del optimismo metafísico, Wilhelm Leibniz—, en ese bello libro que es Cándido. Dicha idea, venida a menos desde entonces, tomó fuerza y encontró en las demostraciones sicológicas su mayor punto de confrontación.
Pues bien, el escritor británico William Golding —cuestionado Premio Nobel de Literatura— se sumó también a sus detractores. Lo hizo a través de una de las más bellas novelas sobre el universo y la psicología infantiles, El señor de las moscas. En ésta, igual que en la película objeto de esta nota, los niños, huyendo de la Gran Guerra, sufren un percance en el océano y van a parar a una isla desierta, es decir, a una isla en la que no existen ‘los contaminados’ adultos. De esta manera, y en el propósito de desvirtuar a Rousseau, cualquiera entiende que lo que en adelante ocurra son inventos infantiles, consecuencias de lo que éstos hagan, que ya los adultos han sido liberados, eximidos, de tal culpa.
Esta relación de literatura-cine-niños-culpa, pero a la inversa, es la que vemos en libros y películas como La ciudad y los perros, del recientemente proclamado Nobel, Mario Vargas Llosa, cuya adaptación cinematográfica corrió a cargo del también peruano Francisco Lombardi, sólo que mediante unos niños hechos jóvenes, seres que portan los genes del mal y del bien y que se debaten entre estos dos caminos. También las instituciones los corrompen, y ellos, una vez infectados, devuelven con la misma crueldad los vicios que les han sido inoculados. Pareciera haber en esto una suerte de determinismo biológico y espiritual, la idea de que una vez iniciado el ciclo de la putrefacción no hay manera de detenerlo, que no es sólo imparable, sino que, además, es contagioso.
La película no da lugar a rodeos desde las primeras imágenes bajo el océano: hay alguien que se ahoga, alguien que rescata, y de inmediato estamos en presencia del conflicto. Los niños llegan a la isla y parecen dulces, arriban con gestos de inocencia, como acaso creemos que son. Un adulto va con ellos, en realidad un despojo, un estorbo en un terreno agreste en el que lo importante es sobrevivir, como sea (Darwin mediante). El adulto es mero pretexto para el desarrollo de la tesis central. No habla. Balbucea. Se queja y no camina. Yace tendido, socorrido por un grupo de párvulos que quizás lo han tenido todo, que seguramente no han sabido, hasta entonces, qué es esa cosa desquiciante de la soledad. Y entonces, se adelanta uno, como espectador, que lo que debe seguir es una historia de bellezas infantiles, de sueños con hadas madrinas y papás Noel, con un rescate oportuno y con un final más que nos dirá que los niños son candorosos, ingenuos a más no poder e incapaces de tejer una tragedia a voluntad.
Luego irrumpe la mirada de Golding. Jack y Ralph, líderes por naturaleza (el primero como líder de la civilizacióny el segundo como estandarte de la barbarie), se asumen como las primeras individualidades dentro de un grupo que supera los veinte miembros. A su alrededor gravitan los demás, con bien dibujados arquetipos de la condición humana: desde el melancólico Simón hasta el bonachón Piggy, desde los gemelos inseparables hasta los más agresivos, casi sin nombre.
Todo está dado entonces para una convivencia prolongada. Ésta empieza y sobrevienen los problemas. Como en los animales, lo primero que se hace evidente es la pugna por el más fuerte, la necesidad de erigir una cabeza visible que funja como jefe. Como en los animales, esta lucha es sin cuartel, no acepta cordialidades, debilidades, ni cede ante el pesar por el otro. Jack es del talante de los guerreros, es más primitivo y como tal se apega mejor a un territorio virgen. Ralph es más racional, más del lado de la nomia, e intenta defenderse mediante la argumentación. Pero argumentar no nos hace fuertes donde las ideas parecen inútiles.
En una breve reminiscencia de Prometeo, lo que sigue es la búsqueda del Fuego. El hombre sin el fuego está incompleto, es un animal más. De allí que encontrarlo y poseerlo sea una prioridad. Piggy lo tiene y Ralph descubre la forma de llegar a éste. Y entonces se impone la división. Los líderes innatos no soportan la sumisión a doctrinas ajenas. Cada uno jalona a su propio grupo y las simpatías y antipatías se hacen entonces evidentes. Jack se marcha, cede el territorio pero se lleva la fuerza. Con Ralph se han quedado el Fuego, lo particularmente humano, la seguridad de lo ya conquistado, el cuchillo para la caza y los amigos más candorosos: Simón, los gemelos y Piggy.
Como en los pueblos primitivos, lo que el hombre no posee debe tomarlo por la fuerza, debe doblegar a la naturaleza para someterla. Jack y su tribu —que empieza a crecer— proceden por asalto y se apoderan del Fuego. Y entonces los menos convencidos se van detrás del Fuego. Como en los viejos rituales griegos, quien posee la llama, el símbolo de lo sagrado, es el vencedor, y así tiene derecho a imponer las condiciones. No es ya quien posee el poder de la asamblea, de la comunidad organizada, cuyo símbolo es el caracol. El consenso de la civilización ha perdido frente a la astucia animal y la destreza guerrera.
Pero como la realidad de dicha ficción es atroz, también lo es su desenlace. El adulto es sacrificado porque no encaja en ese nuevo mundo de liliputienses. Hay víctimas —por supuesto los menos fuertes, los menos aptos para la rudeza—, y el epílogo se avizora terrible. Ya han dejado, en muy poco tiempo, de ser humanos, de ser civilizados, no de ser niños (hay que verlos nada más en sus juegos de niños mientras descansan de las hostilidades del medio). Ha primado el lado animal, ese rasgo oculto por la cordura, y los niños danzan frenéticos en rituales salvajes. El Fuego —otra vez— los convoca, y allí las costumbre tribales cobran vida y se hacen cotidianas. En adelante, salvo la reaparición de la civilización, el triunfo del animal sobre el hombre va a ser definitivo.
La película, además de ser una magnífica adaptación, con un gran respeto por lo esencial de la novela, agrega a ésta la riqueza de la excelente musicalización de Philippe Sarde, acorde con los tiempos narrativos y el gradual dramatismo de las acciones. La fotografía es de una belleza exultante: la naturaleza mostrada sigue siendo exuberante y esplendorosa así lo que ocurra en ella sea terrible. Las imágenes en cámara lenta, con largos planos abiertos en las escenas de mayor peso dramático, hacen que los ojos del espectador discurran aterrados allí donde sólo se preveía dulzura. Hay que volver una y otra vez dentro de la película al plano central, ese en el que el árbol, antes frondoso, sirve como testigo silencioso al deterioro de las relaciones entre los niños y al nuevo rumbo que toman los acontecimientos. Pareciéramos estar frente al árbol apocalíptico de Medea, o de Esperando a Godot.
Dentro del abanico de niños presentes: Simón, Sam, Roger, Billy, Andy, Rog, Mikey, Steve, Pablo, Rusty, Jhon, Harper, Hill, Luke, Larry, Eric, Sheraton, Peter, Tony, Luke, Ralph, Piggy, Ralph y Jack, sobresale la caracterización de este último, quizás la mejor lograda de la película. Los demás personajes orbitan alrededor de él, incluso Ralph.
Filme de desolación, de incertidumbres, de desesperanzas. Poca fe nos queda en la humanidad, en esta irredenta humanidad que tiene como certeza de su futuro a los niños.

lunes, 4 de octubre de 2010

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Por Betuel Bonilla Rojas
Cuando en el año 1993 la película El piano (Jane Campion), obtuvo tres premios Óscar y la Palma de oro en el Festival de Cannes, muchos apenas sabían de la existencia de un cine en Nueva Zelanda; es más, hasta ese momento, de este territorio apenas sí se tenía como referente su cercanía con Australia, o algo sobre su capital Wellington, o acaso algún dato aislado sobre Auckland, su ciudad más grande. Este país no era para nosotros, hasta la exhibición de tan extraordinario filme, más que un lugar exótico, de esos que no podemos ubicar de forma precisa en la geografía universal.
Pero, justo al año siguiente de este éxito cinematográfico, nuevamente un director neozelandés sorprendió con otra producción de calidad, esta vez una ópera prima que, a diferencia del cine de época planteado en El piano, incursionaba en una realidad más cercana, quizás más dolorosa, y que exploraba sin tapujos la crueldad de un medio en el que el licor se erige como salida o tabla de salvación del individuo. Por supuesto, luego del estreno de la película de Tamahori, la coyuntura mundial sirvió para que su película fuera adoptada como caballito de batalla de organizaciones que luchaban contra el maltrato a las mujeres y a los niños en el mundo entero. De hecho, cada vez que este tema, tan vigente hoy en día, se anuncia en algún debate o reflexión sobre la materia, Tamahori vuelve a ser visitado para dar luces sobre el particular.
Curiosamente los primeros minutos de la película discurren en medio de una música alegre, de una relación familiar casi feliz, de esas cuya presencia escasea en los actuales tiempos. Mientras los créditos son presentados, el espectador contempla, como en un seriado nortemaericanbo, la aparición uno a uno de los miembros de la familia Heke, mediante el punto de vista de la madre (Beth): Jake (padre), Nig (hijo mayor), Grace (hija). Todos, de una u otra manera, ofrecen un carácter pintoresco, esto debido tal vez a la característica especial de la raza mahorí a la que pertenecen, lo cual hace que se vean muy extraños a nuestros ojos occidentales. Un poco más adelante, en un suculento plano abierto, un sugestivo lago de una valla publicitaria nos acerca al paraíso, al territorio de la dicha eterna.
El drama se anuncia bajo la forma de un despido del trabajo al padre y la aparición irremediable del licor como paliativo. La relación tambalea y entendemos que nada en verdad era como creíamos, que apenas sí era una tranquilidad provisional, ilusoria. El padre, un individuo hecho sólo de odios y de músculos, un energúmeno prisionero del licor, traslada la cantina a su casa y golpea una y otra vez a su mujer, ante los ojos de sus hijos, y de paso expone a los chiquillos a la violencia feroz de los adultos.
Entonces tenemos el cuadro total, el paulatino deterioro del núcleo familiar y la consiguiente orfandad de unos párvulos desprovistos de afecto: Nig se refugia en el desdén y las excentricidades de un grupo de gorilas rocambolescos, con rituales sorprendentes de tan excesivos, híbridos perfectos de todas las influencia raciales; Grace escribe como expiación y exorcismo, huye hacia la compañía de lo marginal (Trot) para evitar el odio hacia la aversión al padre y la incomprensión de la madre; Boogie, frágil de carácter, encuentra en el latrocinio, el reformatorio y la disciplina de lucha maorí un desfogue a su impotencia; Polly y Hu, desde la inocencia de sus cortos años, lloran y se consuelan con migajas de ternura; Beth sólo cumple con un lastre heredado, con un destino impuesto por alguien anónimo a la mujer – “cierra la boca y abre las piernas”–, y escasamente consigue reaccionar cuando ya la culpa la ha traspasado; y Jake bebe, golpea, se confunde dentro de una masa informe de desadaptados que suplen con los puños la carencia total de sensibilidad y cerebro. La tragedia es inminente y nada parece querer contribuir para que ellos puedan despertar de la pesadilla.
Vista así, dentro de una trama más o menos cotidiana, la película bien pudiera haber sido hecha en cualquier otro lugar, sin que la lectura variara sustancialmente. El valor agregado de Tamahori se encuentra en el análisis al odio racial, en la profundidad con que su cámara explora los sentimientos encontrados de un país que niega el reconocimiento del otro, de aquel que piensa y se expresa de manera diferente. El pasado, el respeto por lo ancestral, por la tradición y las costumbres, parecen ser el reclamo reiterado de una comunidad ignorada, explotada y sometida, víctima del frenesí y el delirio de un pueblo adicto, proclive a cualquier forma de obsesión humana.
Técnicamente la película mantiene un formato clásico, con diégesis lineal y con encuadres y planos de gran sutileza, que acentúan las expresiones de los personajes. La música, compuesta de canciones modernas y maoríes, confiere además una enorme riqueza a la historia y proporciona el aditamento especial para la verosimilitud del drama, además de uq emanipula las emociones de los espectadores. Las caracterizaciones, en especial las de Rena Owen (Beth), y Temuera Morrison (Jake), abundan en ejecuciones extraordinarias, logrando transmitir al espectador la desazón y el odio que los invade. Asimismo, varios pasajes memorables se aprecian, sobre todo cuando el ritual maorí aflora en toda su dimensión, en el reformatorio, en el entierro de Grace, o en la despedida definitiva a los fantasmas en el cuarto de la chiquilla. Brillante además es esa suerte de metáfora corrosiva que traspasa, mediante un raccord por yuxtaposición, la rapiña de un borracho energúmeno que devora a su mujer mientras, en el plano siguiente, son los perros callejeros los que se solazan, igual de rabiosos, con la carroña.
La película, basada en el primer libro de la trilogía de Alan Duff, fue ganadora como Mejor Película del Grand Prix de las Américas, así como del Australian Film Institute. Recibió también el Premio a Mejor Película, Premio del Jurado Ecuménico, Premio del Público a Mejor Película y Premio a Mejor Actriz en el Festival de Montreal, a Mejor Película en el Festival de Durbán (Austria), y Premio a Mejor opera prima en el festival de Venecia.

Ciudadano Kane, de Orson Welles


martes, 28 de septiembre de 2010

Ciudadano Kane: Una película total

Ciudadano Kane: Una película total, 1941

Por: Betuel Bonilla Rojas
En uno de sus tantos juicios artísticos, no siempre inclinados al elogio, el escritor argentino Jorge Luis Borges señaló a Ciudadano Kane como un film abrumador, que no es inteligente sino genial, en el sentido más alemán del término; le auguró la gloria, la posteridad como una justa consecuencia de su colosal dimensión. Por supuesto, esta apreciación de un simple adicto al mundo de la imagen, se reforzó recientemente con la declaración unánime de los críticos de cine señalando a la misma película como la más grande de todos los tiempos, por encima, incluso, de películas de Eisenstein, Griffith, Pudovkin, Herzog o De Sica. Pero ¿dónde reside realmente el encanto de Kane y por qué, luego de tantos años, se le sigue rindiendo tal tributo a su memoria?
El escritor R. H .Moreno Durán planteó hace un par de años, en el marco de un seminario de literatura en Medellín, que la “modernidad literaria nace con la búsqueda de una literatura imposible”, un Ulises, quizás, escrito adrede bajo la forma de un laberinto para que el lector se pierda. Esa particularidad de la osadía, del atrevimiento como rasgo moderno, se convierte entonces en materia prima de obras como En busca del tiempo perdido, La muerte de Virgilio, La montaña mágica o Las olas, impecables retos a la inteligencia, a la cordura y a la mesura clásica. Estas obras, inmensas en su trasgresión, participan además de eso que Vargas Llosa identificó como la “voracidad del texto clásico”, el apetito caníbal con que la obra arremete contra otros campos del arte, o de la propia dimensión humana, para engullir, con placentero cinismo, todo lo que a su paso sea propicio para la edificación de su descomunal andamiaje.
Así, el joven Marcel es capaz de analizar, a plenitud, tanto una sonata como un cuadro de Elstir ―a la larga del propio Renoir― en Las grandes bañistas, o un fragmento de Genoveva de Brabante, o de cualquier novela de George Sand, con la misma profundidad con que se acerca a episodios de la política y la historia, como el affaire Dreyfus.
Pues bien, Ciudadano Kane plantea algo similar valiéndose de otro lenguaje. Toma como pretexto la biografía de William Randolph Hearst e inserta en su relato cinematográfico el suspenso, la intriga, la investigación, el análisis de la condición humana, la influencia de los medios de comunicación en la consolidación del Imperio, el amarillismo publicitario o el puro juego con el tiempo, algo que la literatura ya había descubierto años atrás con Italo Svevo, Virginia Woolf o James Joyce. Pero, como si el solo atrevimiento conceptual no fuese suficiente, Orson Welles acude de manera magistral a técnicas cinematográficas como la fotografía pesadillesca del expresionismo, los contrastes de luz, el surrealismo, el montaje de planos, la profundidad de campo, la ubicación triangular de los personajes, el uso de la grafía o la integración de imagen y sonoridad, todo esto fundido en un solo film, un “film abrumador”, para reiterar la idea de Borges.
La película, en el nivel de la diégesis, plantea dos historias claramente visibles: la primera nos muestra la biografía de un atesorador de bienes, objetos de arte y personas, un magnate que halla en su terquedad y su escalofriante inmoralidad la manera más acertada de edificar su fortuna. Este hombre, Charles Foster Kane, no es otro que el mismo Hearst, reconocido multimillonario norteamericano, fundador del sensacionalismo, ardiente impulsor del nacionalismo estadounidense y promotor de la Guerra de 1898 contra España. Este hombre anhela en el momento de su muerte la presencia de un trineo que consagraba la palabra Rosebud (capullo de rosa), una nostalgia cenital del paraíso infantil. Borges nos dice que este argumento es de “una imbecilidad casi banal”. Pero existe un segundo argumento, acaso el más oscuro y profundo, la investigación del alma secreta de un hombre, el recorrido desordenado de su periplo en procura de hallar la explicación lógica a su soledad, a la tendencia a creer que “tenerlo todo es perderlo todo”, como afirma Carlos Fuentes. Los dos argumentos se cruzan, se complementan y se desplazan sucesivamente a lo largo de un noticiero, seis entrevistas y nueve largos flashback, todos rastreando el posible origen de la palabra “Rosebud”, palabra en la que los críticos han pretendido hallar una abierta alusión a la vagina de Marion Davis, amante real de Hearst.
Orson Welles trabajó en el rodaje desde el 29 de junio al 21 de octubre de 1940 y la estrenó en una sala de Nueva York el 1º de mayo de 1941. En 1938 había aparecido una versión radiofónica de La guerra de los mundos, del escritor británico H. G. Wells, trabajo que el propio Orson Welles hizo para la RKO radio, la compañía de Nelson Rockefeller. Antes de enfrascarse en el trabajo de Ciudadano Kane, su director dedicó un tiempo prudencial para analizar, como simple observador, cada una de las distintas funciones en la producción de una película. El guión fue hecho entre él y Hermann Mankiewicz, aunque a la postre se reconoció que en este último había recaído la responsabilidad mayor, pero su poco prestigio obligó a considerar el nombre de Welles a su lado. Una vez estrenada la película, y sabedor Hearst de que el hombre retratado era él mismo, intentó por diversos medios oponerse a su distribución. Su empresa falló, pues era por demás notorio que si él se oponía estaría reconociendo su papel protagónico, algo poco grato para la estatura pública que mantenía en ese momento.
Técnicamente la película se antoja como un desafío al espectador, que ve cómo a lo largo de la diégesis el tiempo gira intempestivamente hacia el pasado y el presente narrativo, alteraciones temporales sugeridas por las voces de los entrevistados (Suzan Alexander, Bernstein, Lealand, otra vez Suzan y el entrevistador), o por las fechas y letras del archivo de su albacea Tatcher, o por las imágenes que difunde “Noticias a la marcha”, órgano informativo que se ocupa de Kane una vez muere y que sirve de punto de partida a la investigación que el señor Thompson realiza. Estos giros temporales, que no son otra cosa que continuos flashback, permiten evidenciar a un director maduro, conocedor del oficio cinematográfico y fiel epígono de los mayores logros del cine y la literatura modernos.
Estos flashback no siempre se anuncian, y requieren la presencia de un espectador activo, “macho” en la concepción cortazariana del decodificador de mensajes. La dinámica de los flashback no es propiamente armónica, pues recoge desordenada y fragmentariamente hechos de la vida del magnate, no los que son más relevantes, sino los que el guionista o director ha tenido a bien imponer como posibles hilos conductores de la historia. Así, se conoce de Kane algo de sus primeros años, sus inicios en el periodismo, su ascenso en el mismo gracias a triquiñuelas poco plausibles, sus fracasos políticos y sentimentales y su descenso definitivo hasta la antesala de la muerte, el instante aquel en que la bola cae y a través de ella vemos como la enfermera entra a cubrir el cadáver de Kane, sus despojos, la constancia de que, como afirmara el ahora impopular Vargas Vila “la soledad del poder sólo termina con la muerte”.
Ahora bien, en el terreno de la pura técnica cinematográfica, es claro el perfecto uso de la elipsis narrativa, como aquel pasaje en que Kane, luego de ser salpicado de barro, se adentra en el aposento de la recién conocida Suzan, para salir de allí convertido en su amante, sin un acercamiento detallado a la relación íntima, algo que el director no consideró de importancia para el trascurso de la historia. En esa misma escena, Kane es visto a través del espejo por Suzan, la mirada de ella, que se halla en el campo, observa un objeto ubicado fuera de campo ―el propio Kane, reflejado en sólo una parte de su cuerpo―.
Esta técnica de relación entre campo y fuera de campo es la misma utilizada en películas como Nosferatu, en la versión de Werner Herzog, en el pasaje en que Lucía ve al vampiro cuando ingresa a su habitación. Otra técnica novedosa de Welles consiste en la intención de profundidad de campo, conseguida mediante el uso de lentes de focal corta, como en el plano en el que Kane se dirige a los periodistas, que acaba de reclutar de “Chronicle” mediante procedimientos poco nobles. De esta forma la cámara alcanza a tomar un grupo amplio de personajes y el uso de la perspectiva nos garantiza la visión del conjunto. Welles, asimismo, se consideró pionero en el montaje en el plano. Un claro ejemplo de este aporte lo constituye el momento en el que Welles, con ambiciones políticas, hace campaña para gobernador manifestándose públicamente en contra de Gettings. Una fotografía suya vigila su intervención y, en lo alto del palco, el propio Gettings contempla con furia la demolición progresiva de su imagen en las palabras de Kane. Son dos imágenes empalmadas en un solo plano para dar la sensación de simultaneidad.
Pero sin duda alguna que uno de los mayores adelantos de Ciudadano Kane, en cuanto al aprovechamiento de campos afines, reside en la manera en la que adopta procedimientos de la fotografía para afianzar su propia noción de perfeccionamiento, pues apela al encuadre triangular que destaca puntos fuertes y débiles del objeto y construye, con dicho procedimiento, nociones que no sólo afectan la puesta en escena sino también el perfil de los personajes. En el pasaje memorable de la escalera, cuando Gettings desciende luego de amenazar a Kane, éste lo persigue, y la concepción triangular permite que en el mismo plano Gettings y Kane tengan tratamientos diferentes, que la luz difusa proyecte aspectos sombríos de cada personaje y que la palidez del otro lado evidencie rasgos de bondad en ambos personajes. Son esos chorros de luz de marcada ascendencia expresionista, casi en la misma línea de un Robert Wiene, por ejemplo. En este mismo pasaje los techos se ven mediante la profundidad de campo, otro hecho inaugural en la historia del cine.
La luz, trascendental en el instante anterior, halla en Ciudadano Kane terreno fértil para su despliegue, pues ella no es un aditamento más, como en el verismo del Neorrealismo, sino que es protagonista, centro y núcleo de la trama. Con una herencia marcadamente impresionista, en cuanto a la dimensión de los contrastes y el uso ―en realidad abuso― de ellos, Welles se vale de la opacidad desde el comienzo y nos presenta al palacio de Xanadú entre la bruma, entre una neblina espesa que apenas deja insinuar la luz. Kane, adentro, es oscuro, pura silueta, un triste y pálido reflejo de ese ser fuerte y poderoso que hace de las suyas en el mundo exterior. Así, técnica y concepto se mezclan, acaso el cometido final, el procedimiento que hace de la película un “clásico” de todos los tiempos. Desde esta dimensión, Ciudadano Kane es uno de los mayores exponentes del expresionismo, al lado de El gabinete del Doctor Caligari o de Nosferatu, en la versión de 1922 de Mournau.
Como se puede ver, Ciudadano Kane, película por demás ambiciosa y lograda, es la representación del ascenso y el declive de un hombre, o de la burguesía como clase social. Hay en su concepción un secreto recóndito, un mensaje oculto y misterioso, un orden segmentado en un rompecabezas gigante, un aviso críptico encerrado en los límites de “No trespassing”, frase que transmite la noción de circularidad, de desesperanza y apocalipsis. Kane es excéntrico, ambiguo, apuesta todo al ejercicio del periodismo, a la construcción de su emporio, a la edificación sospechosa de un talento musical en Suzan, esquivo por cuanto ella, dipsómana por naturaleza, no rebasa las fronteras de una cantante aficionada. Sin embargo, Kane intenta erigirle una gloria, fracasa en el propósito y se hunde con ella, naufraga, y en el colmo de la desesperación busca salvarse aferrándose al trineo, ese objeto que lo liga con un pasado fantástico, un pasado que se diluye y se consume en la chimenea, porque ninguno se acuerda ya del hombre que fue, sino del hombre público, del hombre ostentoso que acumuló todo, todo menos su propia felicidad.




miércoles, 6 de mayo de 2009

El milagro de Anne Sullivan, Arthur Penn, 1962


El milagro de Anne Sullivan, de Arthur Penn, 1962

Por: Betuel Bonilla Rojas
Si uno quisiera, así fuera de manera puramente provisional, postular una película como un clásico, es decir, aquellos filmes con un contenido profundo, reflexivo, sumado a una estética que lo respalde, entonces habría que incluir, necesariamente, El milagro de Anne Sullivan. Porque resulta que en esta película se hace sumamente difícil desligar lo uno de lo otro, separar esos elementos que provienen del universo de los hechos de los que nos llegan desde los planos, las caracterizaciones, la fotografía, la música y los efectos, de ese algo global que llamamos relato cinematográfico.
De esta manera, en el territorio de lo que se cuenta, la historia nos narra, a partir de una obra de teatro y un extraordinario guion de William Gibson, lo que le sucede inicialmente a Helen Keller y a su “desafortunada” familia. A Helen, una misteriosa enfermedad la dejó ciega, muda y sorda cuando tenía tan sólo diecinueve meses de edad, algo terrible no sólo para quien lo vive, sino para quien lo presencia y lo padece como acompañante. Y en esto la película no se concede licencias. Rápidamente vemos el idilio familiar en planos generales y de conjunto, en un ambiente aristocrático y frente a una pantalla brumosa, e inmediatamente después tenemos el alarido de Katie al advertir la anormalidad de su hija.
Pocos instantes después estamos instalados frente a la misma niña, en el mismo ambiente, en una edad casi adolescente. Ha bastado una inteligente elipsis para hacernos partícipes no sólo del paso del tiempo, sino del paciente sufrimiento de la familia en estos años. La niña es ahora un indomable animalito que no obedece llamado distinto al de sus puros caprichos. El cuadro familiar se reduce entonces a la contemplación estoica de la tiranía que proviene de las anomalías de la naturaleza. A la niña no le ha sido negada la facultad de la inteligencia, sino del lenguaje, aunque, desde Vigostsky, entendamos que uno y otro se determinan y complementan a lo largo de la vida.
Katie, la sufrida madre, implora a su marido, el capitán Arthur Keller, para que agote las últimas posibilidades de tratamiento en el prestigioso instituto Perkins, de Boston, célebre por adelantar estudios con casos similares a los de Helen. Nada se pierde cuando el estado de postración de la chiquilla es tal que deambula por la casa como una bestia salvaje, tirando todo a su paso y comportándose como un ser sin la menor conciencia de moral y buenas costumbres.
No obstante este atraso, vemos que la niña, merced a sus deficiencias, ha agudizado sentidos como el tacto y el olfato y de esa manera, desde otros ángulos del conocimiento, se aproxima al mundo.
La petición de Katie es aceptada y pronto hace su arribo Anne Sullivan, una joven mujer que proviene de un ambiente pobre, de una familia atribulada por distintas vicisitudes que han cruzado sus vidas. Ella ha estudiado en el instituto Perkins y allí ha superado sus propias falencias, pues, como Helen, había perdido la visión a los cinco años y la había recuperado parcialmente luego de dos operaciones. De dicho instituto se graduó con honores y pronto le fueron encomendadas misiones de recuperación similares a la suya.
Primero viene la exploración inicial, mediante el tacto, y el diagnóstico queda casi que establecido. Ese primer contacto entre Anne y Helen nos es referido mediante un largo plano de conjunto, que cae luego en primeros y primerísimos planos para relacionarnos con el universo sensorial que ambas manejan. Las manos hablan por sí solas, y aunque, ignorantes de esos códigos no logramos descifrar las bondades del recurso, vislumbramos en esos movimientos la poesía de lo puramente visual, de eso que está más allá del lenguaje articulado.
Pero ese primer paraíso lleno de mutuas simpatías pronto se desintegra y Helen se niega al reconocimiento de una autoridad. Lo suyo es una anarquía inteligentemente aprovechada para manipular a quienes la rodean, imbuidos ellos, desde luego, por una suerte de emotividad cargada de culpa y prurito de nivelación. Desde un comienzo la premonitora Anne llega a la conclusión de que el problema principal es que “la obediencia sin comprensión también es una ceguera” (frase que pareciera anunciar las de El niño salvaje, de Francois Truffaut, 1969), así en este caso sea emitida tiempo después en uno de los momentos de mayor tensión de la película. La salida se plantea entonces en el terreno de las rivalidad, del imponerse mediante la voluntad a otra voluntad que se reconoce como única. Pero están los padres, y su sobreprotección, y su complejo de culpa. Entonces Anne apela a su último recurso y saca a Helen de ese hábitat que le proporciona la seguridad a su barbarie. En el desprendimiento de los padres, intuye Anne, puede estar la salvación definitiva de Helen.
Antes, en una escena memorable no sólo de la película sino de toda la historia del cine, somos testigos de una batalla campal que tiene lugar en el comedor. Apremiada por Anne para que coma por sí sola, Helen establece con ella una disputa de caracteres para ver quién se erige como dominadora. Aquí vemos una gama de planos que van desde el plano contra plano hasta picados, planos de detalle y contrapicados que nos hacen ir de la risa al desconsuelo, de la carcajada al gesto censor. No sabemos si el método es el correcto. A veces nos condolemos del estado de la chiquilla y a veces entendemos, con Anne, que esa inteligencia requiere de ciertos estímulos y ciertos mecanismos de control, así nos resulte casi inverosímil que pueda llegar a mejorar.
Trasladadas aprendiz y maestra a terrenos neutros, sin la presencia de los frágiles padres, la lucha toma otro matiz. No es que se detenga, sino que la hostilidad marcha a la par con el desarrollo de las capacidades de la niña, con la explotación acuciosa de su potencial sensorial. Nuevamente hacen presencia bellos planos, adobados con la irrupción de flashbacks que de manera casi surrealista asaltan como pesadillas los descansos de Anne. Porque ella, heredera de sus propios infortunios, quizás reconoce en los síntomas de Helen rasgos comunes con su vida pasada. Son esos, pasajes que oscilan entre lo brutal y lo tierno, con claroscuros que nos sumergen en un pretérito que no se ha disuelto del todo.
Con el traslado de las protagonistas tenemos a nuestra disposición bellísimos planos abiertos en los que Helen se va untando de mundo. Pero no es sólo ella, somos también nosotros quienes, desde la propuesta de lenguaje de Anne, nos adueñamos de esos objetos que sin éste serían del todo ajenos. Anne es impenetrable como una roca y su único horizonte parece ser la recuperación de la niña. Vencido el plazo concedido por el doctor Keller, la niña es expuesta ante sus padres con sus pequeños logros y el experimento colapsa. No sólo es su debacle, sino la de Anne, quien se niega a creer en tal fracaso. Nuevamente ella toma las manijas de la situación y las cosas mejoran hasta el bello final. Y es justo este final uno de los tantos momentos sublimes que nos regala la película. Nuevamente los planos van y vienen entre primeros planos y planos generales de enorme composición de los elementos dentro del encuadre. La sinfonía ha terminado y asistimos a una felicidad que nos toca como espectadores, como testigos de un excelente filme. La película obtuvo dos premios Oscar: Mejor Actriz Principal y Mejor Actriz de Reparto, así como la nominación de Arthur Pen a Mejor Director.


domingo, 3 de mayo de 2009

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Por: Betuel Bonilla Rojas

Cuenta el mito griego que Pygmalion, rey de Chipre y célebre escultor, pasó buena parte de su vida anhelando la presencia de la mujer perfecta para tomarla como esposa. Esculpió entonces la estatua de una bella mujer, a la que llamó Galatea y, merced a un sueño en el que Afrodita insuflaba vida a su creación, hizo realidad su deseo.
Con esta noción del mito escribió George Bernard Shaw su célebre obra teatral, Pygmalion, publicada en 1916. Esta pieza de Shaw dialoga con lo mejor del teatro, tanto el contemporáneo como el clásico. Tiene, por ejemplo, la genialidad, el cinismo y el gusto a champaña de las mejores piezas de Wilde —La importancia de llamarse Ernesto—; o el análisis irónico de época que caracterizó a un Ibsen, a quien el propio Shaw idolatraba —Casa de muñecas—. Con varias y exitosas presentaciones de la obra en Europa, fue muy rápido el tránsito de Pygmalion hacia el cine, una industria que, por demás, todavía extraía su materia prima principalmente de la literatura.
Anthony Asquith, célebre director de la época, acogió la idea y vinculó al proyecto, como codirector y actor, a Leslie Howard. La película se estrenó en 1938 y, para el año de 1939, durante los premios Oscar, recibió el galardón a Mejor Guión, además de tres nominaciones: a Mejor Película, Actor de Reparto, Actriz de Reparto.
La película, fiel y absolutamente obediente a la idea de Shaw, es una bella puesta en escena que apela no sólo a la brillante caracterización de Leslie Howard en el papel de Henry Higgins, sino a los mejores recursos con los que para la época contaba el cine. Empieza allí mismo donde Shaw abre su drama, en una concurrida plaza en la que se venden flores. Hay gritos y personas que transitan y dentro de ellas emerge la figura de Eliza, una tosca mujer que reparte flores y habla de manera extraña, con recortes de palabras y extraños sonidos que se asemejan más al gorjeo de los pájaros. Muy pronto entra en situación Henry Higgins, profesor e investigador de la fonética del lenguaje, quien, a la usanza de la policía secreta, toma nota de los comportamientos lingüísticos de los habitantes.
Inmediatamente sobreviene un impase con las dos damas de la familia Hill, y el profesor aprovecha este momento para echar a andar a andar su proyecto, el mismo que le da sentido a la película.
Así, Higgins, y el coronel Pickering, a quien Eliza degrada inocentemente al rango de capitán, acuerdan una especie de apuesta en la que Higgins se compromete a hacer de Eliza, una burda muchacha analfabeta, toda una huésped de la aristocracia inglesa, esto en tres meses.
Se pasa entonces de planos en exteriores y de conjunto a planos generales, en interiores, en la casa de Higgins. Allí, apoyado en la señora Pearce, el investigador comienza la transformación de la elemental Eliza en una refinada dama de sociedad. Es una metamorfosis tanto interior como exterior, mediada siempre por los avances graduales en el manejo del lenguaje que Eliza empieza a alcanzar. Son planos cortos los que tienen lugar en esos instantes de transformación. Abundan las relaciones entre campo y fuera de campo a través de un recurso que para la época era toda una sensación, los espejos como la posibilidad de traer al encuadre aquella porción de la realidad que por razones de espacio no alcanzaba a ser tomada en un solo plano.
Un día, de la nada, hace su aparición el señor Doolittle, el padre de Eliza. No teníamos noción de él porque el abandono de ella hacía pensar en una orfandad. Es este un personaje simpático, inescrupuloso y grotesco, que cree ver en el enclaustramiento de su hija un motivo para chantajear al adinerado Higgins. Pero la inteligencia y la severidad del profesor lo doblegan y sale por donde llegó, sin haber conseguido mayores dividendos de su visita.
Mientras el experimento avanza en medio de métodos irritantes y fonógrafos que registran el progreso de Eliza, el coronel Pickering sirve de testigo a cada uno de los pasos. Higgins nunca disminuye la intensidad de su enseñanza, que asume aun las horas nocturnas y que pretende llenar la vacía cabeza de Eliza con conocimientos, en su mayoría de índole protocolario. Rápidamente pasamos de un plano a otro, en la misma secuencia, pues más que el detalle importa la mirada abarcadora de lo que se hace con Eliza.
Incorporada ya al nivel de las mejores aristócratas inglesas, pronto la nueva dama debe soportar la prueba de fuego en un prestante salón de la nobleza. Antes, ha tenido una primera salida, desafortunada, la cual marca el reencuentro con las Hill y con Freddy, un extraño sujeto, miembro de la misma familia, ridiculizado al extremo en esta propuesta de Asquith y Howard.
El experimento resulta todo un éxito y Eliza es no sólo aceptada sin miramientos, sino que es ascendida al nivel de una enigmática húngara de sangre azul, atributo que le confiere un estúpido discípulo de Higgins, ya no, como fina parodia, en lenguas regionales, sino universales.
Estos instantes de gala son aprovechados por los directores para hacer uso de un refinamiento en los planos, con grandes profundidades de campo y abundantes planos de detalle en los que se aprovecha al máximo la cámara para poner de presente la fastuosidad del escenario. Es una estilización del enfoque. Abundan los planos generales que de manera, ahora sí detallada, se detienen en este o aquel vestido, en esta u otra dama, entre la cuales Eliza parece ser siempre la soberana.
Luego, ya en casa y terminado el experimento, Eliza retorna a su papel de simple aprendiz de Higgins y se pierde el encanto de su primera noche de Cenicienta. Pero ella es ya otra y se le rebela a su creador. La obra del escultor, entonces, en una trasgresión del mito, desobedece el pasivo papel asignado y decide asumir un discurso propio, ahora en su nuevo lenguaje. Viene entonces uno de los mejores pasajes de la película, aquel en el que la pareja Eliza-Higgins discute sobre la legitimidad del tratamiento aplicado y se pone en tela de juicio el humanismo del profesor. Es una discusión elaborada mediante el recurso técnico del plano contra plano, encuadres de enorme factura que pueden servir de lección a la hora de sortear situaciones similares. La palabra va y viene sin que uno de los dos tenga que abandonar completamente el encuadre.
Un poco desde la inventiva del propio Shaw, un tanto desde los aportes de los directores, los diálogos de la película y la manera en que se estructuran son magistrales, revisten a la historia de las mejores discusiones intelectuales de la época. El intelectualismo tan en boga, en un mal aprendizaje del superhombre nitzscheano, se deja ver en todo su esplendor en las intervenciones crudas y los métodos positivistas de Higgins, por supuesto, en perfecto debate con el humanismo que pregonan Pickering y la misma Eliza, aun sin conocimiento de causa.



jueves, 30 de abril de 2009

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Por: Betuel Bonilla Rojas
Hay en la historia del cine películas que parecen ya haber sido hechas, propuestas que en ciertos fragmentos se antojan remakes de otros filmes, de otros directores. Este es el caso de Escritores de la libertad (1999) y Mentes peligrosas (1995). Ciertos elementos comunes permiten evidenciar influencias, marchas paralelas. En ambas, por ejemplo, tenemos el caso de mujeres heroicas que doblegan adversidades. En ambas, más que instituciones educativas, pareciéramos estar frente a reformatorios, reclusorios que albergan delincuentes potenciales o reales. En ambas, hay antagonistas que bordean la otra orilla, simpatizantes obstinados en que nada cambie, en que el determinismo social siga su curso de segregacionismo.
Pero bueno, si estos son elementos coincidentes, también son muchas las diferencias. Hay que ver nomás el papel plano de Louanne Johnson, encarnado por Michelle Pffeifer, en Mentes peligrosas, un personaje al que sólo le conocemos su terquedad por mejorar el orden imperante, pero que de tan heroica parece tener poco de humano. No ocurre lo mismo con Erin Gruwell (Hilary Swank), para el caso de la película de LaGravenese, un personaje mucho más dinámico, con altibajos en su periplo y sus emociones, que asume su heroicidad a plenitud pero sin renunciar a su condición de mujer, atravesada por problemas de orden afectivo, con Scott, primero, y con su padre, después.
En esta última propuesta, al menos en su primera hora, el director parece querer cometer los mismos errores de John. N. Smith, es decir, reducir todo al mero melodrama, al mundo simplificado de los salvados y los salvadores, sin matices, sin que las emociones y los dramas de los personajes alcancen a ser nuestros. Pero en un segundo fragmento, la película de LaGravenese cambia de dimensión y la tensión se agranda porque empezamos a ver frente a nosotros a seres humanos casi reales, seres que se conmueven y perturban (como en las extraordinarias imágenes de los testimonios del holocausto), que padecen flagelos que reconocemos como ubicables en nuestro mapa del universo. Curiosamente, a la par de esta nueva dimensión, también la forma toma un giro y aparecen recursos cinematográficos ejemplares, como el plano contra plano en una de las disputas entre Margaret Campbell (Imelda Staunton) y Erin Gruwell, recurso que eleva la tensión en el momento en que los dos modelos pedagógicos se contraponen, o los difuminados sobre el cuerpo de Erin dándonos la sensación de movilidad y de paso del tiempo, o los planos en cámara lenta que se combinan con los flashback cuando los estudiantes, a partir de sus diarios, dan cuenta de la crueldad que ha rodeado sus vidas, técnica que parece haber sido tomada de Walter Salles en su bella Estación central, 1997.
De todas maneras, para el caso de la película de LaGravenese , y sin renunciar a lo que de melodramática y sensiblera tenga la propia historia, esa que parte del libro The freedom writers diary, de Erin Gruwell, estamos ante un producto mucho más elaborado en términos cinematográficos, con una historia central bien definida (la de los chicos y sus dramas particulares), pero que va conectando con otras temáticas perfectamente engajadas dentro de su intención. La alusión directa y de lejos a las famosas Panteras Negras es un claro ejemplo de la manera en que la historia real se acopla con la ficción para dar la sensación de totalidad, de fusión entre los dos mundos (se puede ver también la conexión con Panteras negras, la película de Mario van Peebles de 1995).
También constituye un indudable acierto el giro repentino que van tomando los personajes en sus actos y sus actitudes, algo que pone de presente un muy buen guion, que , insisto, trata no tanto con criaturas ficticias del cine, sino con seres de carne y hueso. Baste, por ejemplo, ver la forma en que el personaje de Scott (Patrick Dempsey), va de la euforia y la felicidad al derrumbamiento absoluto, a la pérdida de las certezas, una marcha que corre opuesta a la de los logros de los demás personajes (“no todo puede ser felicidad porque si no estaríamos en un mundo irreal”, parece querer decirnos La Gravenese). O la manera en que Steve Gruwell (Scott Glem) adopta un giro contrario que va de la oposición a ultranza a la complicidad, se va humanizando en la medida en que esos dramas empiezan a tocarlo de cerca. En cambio, con Margaret Campbell sucede justo lo que debía ocurrir en el campo de lo real, así eso contradiga nuestros deseos como espectadores. Ella no se modifica porque representa esa línea dura que no está dispuesta a cambiar así la vida le demuestre lo contrario.
Es obstinada y en su rígida mente la idea del movimiento está excluida. Hay en cierto momento del filme una pequeña trampa que nos hace presagiar otros rumbos. La señora Campbell se asoma a ver cómo avanza la entrevista de la invitada con los estudiantes y pensamos, como espectadores heroicos, que ese hecho la hará cambiar. Y puede ser que efectivamente se haya conmovido, que en lo profundo de su ser entienda que su lucha es un error. Pero ella no es una persona, es todo un sistema que se niega al cambio porque de fondo hay otros intereses, otras motivaciones secretas en las que la idea de la igualdad no es bienvenida. “La integración es una mentira”, dice en una ocasión uno de esos personajes que encarna la línea “dura”.
Es aquí, justamente, cuando la película se separa de esos filmes marcadamente melodramáticos para insertarse en un plano más hondo del debate. Haber hecho concesiones en todos lo sentidos hubiera sido dar un mensaje de felicidad que no se corresponde con un verdadero análisis del asunto.
Los famosos Diarios de los escritores de la libertad, con una Erin Gruwell de verdad a la cabeza, vieron la luz en Los Ángeles, en 1999. Esto tenía lugar en la institución Wilson, un plantel que, merced a los últimos decretos en materia educativa, empezó a reclutar a jóvenes pandilleros que resultaban un problema para la comunidad. Rechazados por los profesores que vieron en ellos una afrenta contra la calidad educativa y la permanencia de los jóvenes adelantados, encontraron en Erin una luz para salir de sus problemas y acariciar fugazmente una pequeña esperanza de ser ciudadanos de bien.
Sobre esta idea arma LaGravenese su película. En ésta, la reflexión sobre la educación ocupa lugar primordial, así esa discusión no se haga de manera explícita sobre presupuestos teóricos, sino que más bien se deslice a lo largo de toda la película, a lo largo de varias décadas de la humanidad, y encuentre como conclusión que la tolerancia es necesaria para que la humanidad marche equilibrada hacia un destino común. La historia de la humanidad está plagada de errores y es tarea de la educación propender porque no se repitan, y del cine, como arte y esfuerzo de síntesis, dar cuanta de tales disputas.