lunes, 6 de abril de 2009

Los coristas

Los coristas, de Christophe Barratier, 2004

Por: Betuel Bonilla Rojas

1949. Como la película sugiere de entrada cierta relación con la música, lo primero que vemos en la pantalla es a un director de orquesta ya mayor, con su batuta en mano y con una enorme expresión en el rostro. Luego lo vemos recostado y pronto incursiona en el encuadre un segundo personaje, contemporáneo suyo. El primero es Pierre Morhange y el segundo Pépinot. Entre los dos se establece de inmediato un diálogo lleno de nostalgias en el que entrevemos que los importantes del filme no son ellos, sino ese otro que los incita al diálogo. Ese pequeño introito está puesto allí apenas para servir de bisagra con el pasado, aquel pasado remoto al cual nos conduce un diario, las notas secretas de Clément Mathieu que, por una razón desconocida, ha querido que vayan a parar a las manos de Morhange.
Tenemos otra vez el conocido recurso del flashback propiciado por unas notas, o por un testimonio, o por cualquier otro mecanismo que impulse el recuerdo. Así, de la mano del diario de Mathieu, lo vemos entrando, a él, el 23 de enero de 1949, al instituto de reeducación para niños Fond L’Tang. Llega después de muchos días de para, con el sueño frustrado de ser un músico exitoso. Carga pocas cosas con él, entre éstas una preciada carpeta llena de las partituras de sus composiciones. En el instituto ha quedado una vacante, dejada por el prefecto Regen, quien sale decepcionado del grado de violencia desarrollado por los internos. Mathieu conoce poco de la institución y de quienes la habitan, pero le bastan escasos minutos para entender lo colosal de la tarea que se ha propuesto.
Una vez adentro, sobreviene un accidente propiciado por la venganza de uno de los alumnos. Maxence resulta herido en un ojo, y Rachin, el energúmeno director, arde en furia por lo que considera una nueva afrenta contra la disciplina del plantel. Regen le ha advertido ya a Mathieu a lo que se enfrenta y de paso delata al culpable del atentado contra Maxence. Esos primeros días no son muy distintos para Mathieu que para el resto de profesores. Tantea el terreno y es otra víctima de las pilatunas de los internos. Pero entonces aflora su lado humano, ese don natural de los verdaderos maestros que los lleva, poco a poco, no sólo a ir acomodando las circunstancias a su favor, sino a entender los motivos últimos que hacen de sus alumnos seres agresivos, proclives al delito y a la delincuencia como mecanismos de resistencia y de rebeldía.
Las fechas en el diario avanzan a lo largo de 1949 y nuevos hechos nos van haciendo entender cada vez más la complejidad del asunto. Rachin no es lo que se dice el mejor antídoto para curar el mal. Él, enfermo a su manera, ve en los niños no seres potencialmente curables, sino pacientes terminales a los que hay que doblegar mediante métodos poco ortodoxos. Mathieu descubre el efecto tranquilizador que la música tiene entre los internos y se ingenia la constitución de un coro para ejercitar su terapia curativa. A su vez, ese roce con la vitalidad de los chiquillos hace que se dispare su talento y que nuevas composiciones surjan mientras los estudiantes duermen. Pero esa tarea tiene muchos óbices, entre éstos el no contar con la simpatía de Rachin, ni con la complicidad de sus colegas.
El coro se va consolidando, primero a la luz del día y luego en la clandestinidad, y lo que era apenas una romántica idea empieza a convertirse en realidad. Mathieu ha clasificado a los internos conforme a la escala tonal de su voz, y los va distribuyendo en los distintos papeles del coro. Cuando ya casi todo está listo surge un nuevo problema, esta vez con Pierre Morhange, de cuya madre, Violette, Mathieu se ha ido enamorando. El chiquillo siente celos de su profesor y vuelve a su época de rebeldía. Mathieu, curtido en el oficio pedagógico, le hace ver que nadie es indispensable en la vida y que su voz, por espléndida que resulte, puede ser reemplazada. Al respecto de los papeles de los niños en el coro el propio Christophe Barratier afirma: “Desde el principio tuve claro que el papel del solista fuera para un verdadero cantante. Sabía que sería muy difícil encontrarlo, pero tuve una suerte enorme: en nuestro viaje por Francia buscando a los mejores coros para elegir al que tenía que grabar la banda sonora original de la película, descubrimos al joven Jean-Baptiste Maunier, solista de los Petits Chanteurs de Saint Marc en Lyón. Su voz es excepcional y muy conmovedora, y como sus pruebas para el papel fueron concluyentes, ni lo dudé. Para el resto del coro, yo no quería a jóvenes actores profesionales porque me gusta la parte de juego que hay en los niños y que se escapa de la sistematización. Buscamos a los niños en los mismos lugares de rodaje de Auvernia. Tras la audición de más de dos mil niños, pude distribuir los papeles y descubrí entre ellos auténticos actores. Tan sólo los parisienses Théodule Carré Cassaigne y Thomas Blumenthal tenían alguna experiencia como actores y logré que se integraran sin problemas con los chicos de la zona. En cuanto a Maxence Perrin, el hijo de Jacques, su papel de Pépinot es su primera experiencia interpretativa. De esta manera entendemos por qué esos sonidos que producen unos chiquillos sin ninguna formación musical nos suena tan bien.
Como en todas las películas de este tipo, quizás el final no resulte tan alentador como quisiéramos. No obstante, a través de las peripecias de Mathieu, puestas en escena de manera magistral, vamos entendiendo de qué forma la educación cumple un papel definitivo a la hora de construir una sociedad mejor, más justa, más humanista y más cercana a lo que todos queremos. También comparte este filme, con otros de su misma línea, ese tono aleccionador, así como una cierta dosis de justicia al final, con el despido de Rachin y la certeza de la deuda que los internos tuvieron con Mathieu. Él es una especie de criatura sacrificada, de desarraigado de un orden que sabe que lo necesita con urgencia pero que hace todo lo posible para mantenerlo lejos, como si la reconciliación entre todos los seres humanos fuera un asunto vedado.
Para este filme de época Barratier, en su ópera prima, ha puesto en marcha una cantidad de aciertos técnicos y de fondo que la auguran una brillante carrera. Él mismo, sin el temor que da el compartir los secretos de su oficio, nos ha revelado algunas claves: “La elección de este tipo de decorados se vio reforzada, además, visualmente por la elección de filmar en Scope para resaltar el aislamiento y la sensación de aplastamiento de las pequeñas siluetas infantiles en medio de este decorado. Hacía falta prever cierta amplitud de plano panorámico para poder filmar el decorado principal, el aula, en su integridad (…) Me gusta mucho un estilo procedente del lenguaje musical, el legato, es decir, ligado, fluido, más que un estilo fragmentado. De ahí que haya relativamente pocos planos pero con travellings, panorámicas, fundidos encadenados y fondos a negro. Además, quería que los enlaces entre cada escena fueran elegantes, sobre todo en los pasajes cantados, que funcionan con una serie de imágenes que se suceden según un cierto ritmo musical. En las mezclas trabajamos la evolución de las voces del coro jugando con la calidad sonora y la calidad musical. Había que dar al espectador el sentido del paso del tiempo gracias a la evolución musical del coro”.
La recuperación de la niñez, como tema y como objeto de reflexión, la atracción que Barratier dice sentir hacia la música y un gran conocimiento del oficio cinematográfico hacen de este filme una pieza para tener en cuenta.


No hay comentarios:

Publicar un comentario