lunes, 18 de octubre de 2010

El señor de las moscas, de Harry Hook

El señor de las moscas, de Harry Hook, 1990

Por: Betuel Bonilla Rojas
Jean Jacques Rousseau, aquel eminente filósofo y pedagogo francés, enemigo acérrimo de Voltaire, planteó en cierta ocasión algo así como que todo hombre nace limpio (libre, dirán algunos) y la sociedad lo corrompe. Esta especie de romanticismo naturalista, esta creencia en la bondad innata de los hombres, propició que el mayor libelista de la Ilustración lo atacara —lo mismo que al filósofo del optimismo metafísico, Wilhelm Leibniz—, en ese bello libro que es Cándido. Dicha idea, venida a menos desde entonces, tomó fuerza y encontró en las demostraciones sicológicas su mayor punto de confrontación.
Pues bien, el escritor británico William Golding —cuestionado Premio Nobel de Literatura— se sumó también a sus detractores. Lo hizo a través de una de las más bellas novelas sobre el universo y la psicología infantiles, El señor de las moscas. En ésta, igual que en la película objeto de esta nota, los niños, huyendo de la Gran Guerra, sufren un percance en el océano y van a parar a una isla desierta, es decir, a una isla en la que no existen ‘los contaminados’ adultos. De esta manera, y en el propósito de desvirtuar a Rousseau, cualquiera entiende que lo que en adelante ocurra son inventos infantiles, consecuencias de lo que éstos hagan, que ya los adultos han sido liberados, eximidos, de tal culpa.
Esta relación de literatura-cine-niños-culpa, pero a la inversa, es la que vemos en libros y películas como La ciudad y los perros, del recientemente proclamado Nobel, Mario Vargas Llosa, cuya adaptación cinematográfica corrió a cargo del también peruano Francisco Lombardi, sólo que mediante unos niños hechos jóvenes, seres que portan los genes del mal y del bien y que se debaten entre estos dos caminos. También las instituciones los corrompen, y ellos, una vez infectados, devuelven con la misma crueldad los vicios que les han sido inoculados. Pareciera haber en esto una suerte de determinismo biológico y espiritual, la idea de que una vez iniciado el ciclo de la putrefacción no hay manera de detenerlo, que no es sólo imparable, sino que, además, es contagioso.
La película no da lugar a rodeos desde las primeras imágenes bajo el océano: hay alguien que se ahoga, alguien que rescata, y de inmediato estamos en presencia del conflicto. Los niños llegan a la isla y parecen dulces, arriban con gestos de inocencia, como acaso creemos que son. Un adulto va con ellos, en realidad un despojo, un estorbo en un terreno agreste en el que lo importante es sobrevivir, como sea (Darwin mediante). El adulto es mero pretexto para el desarrollo de la tesis central. No habla. Balbucea. Se queja y no camina. Yace tendido, socorrido por un grupo de párvulos que quizás lo han tenido todo, que seguramente no han sabido, hasta entonces, qué es esa cosa desquiciante de la soledad. Y entonces, se adelanta uno, como espectador, que lo que debe seguir es una historia de bellezas infantiles, de sueños con hadas madrinas y papás Noel, con un rescate oportuno y con un final más que nos dirá que los niños son candorosos, ingenuos a más no poder e incapaces de tejer una tragedia a voluntad.
Luego irrumpe la mirada de Golding. Jack y Ralph, líderes por naturaleza (el primero como líder de la civilizacióny el segundo como estandarte de la barbarie), se asumen como las primeras individualidades dentro de un grupo que supera los veinte miembros. A su alrededor gravitan los demás, con bien dibujados arquetipos de la condición humana: desde el melancólico Simón hasta el bonachón Piggy, desde los gemelos inseparables hasta los más agresivos, casi sin nombre.
Todo está dado entonces para una convivencia prolongada. Ésta empieza y sobrevienen los problemas. Como en los animales, lo primero que se hace evidente es la pugna por el más fuerte, la necesidad de erigir una cabeza visible que funja como jefe. Como en los animales, esta lucha es sin cuartel, no acepta cordialidades, debilidades, ni cede ante el pesar por el otro. Jack es del talante de los guerreros, es más primitivo y como tal se apega mejor a un territorio virgen. Ralph es más racional, más del lado de la nomia, e intenta defenderse mediante la argumentación. Pero argumentar no nos hace fuertes donde las ideas parecen inútiles.
En una breve reminiscencia de Prometeo, lo que sigue es la búsqueda del Fuego. El hombre sin el fuego está incompleto, es un animal más. De allí que encontrarlo y poseerlo sea una prioridad. Piggy lo tiene y Ralph descubre la forma de llegar a éste. Y entonces se impone la división. Los líderes innatos no soportan la sumisión a doctrinas ajenas. Cada uno jalona a su propio grupo y las simpatías y antipatías se hacen entonces evidentes. Jack se marcha, cede el territorio pero se lleva la fuerza. Con Ralph se han quedado el Fuego, lo particularmente humano, la seguridad de lo ya conquistado, el cuchillo para la caza y los amigos más candorosos: Simón, los gemelos y Piggy.
Como en los pueblos primitivos, lo que el hombre no posee debe tomarlo por la fuerza, debe doblegar a la naturaleza para someterla. Jack y su tribu —que empieza a crecer— proceden por asalto y se apoderan del Fuego. Y entonces los menos convencidos se van detrás del Fuego. Como en los viejos rituales griegos, quien posee la llama, el símbolo de lo sagrado, es el vencedor, y así tiene derecho a imponer las condiciones. No es ya quien posee el poder de la asamblea, de la comunidad organizada, cuyo símbolo es el caracol. El consenso de la civilización ha perdido frente a la astucia animal y la destreza guerrera.
Pero como la realidad de dicha ficción es atroz, también lo es su desenlace. El adulto es sacrificado porque no encaja en ese nuevo mundo de liliputienses. Hay víctimas —por supuesto los menos fuertes, los menos aptos para la rudeza—, y el epílogo se avizora terrible. Ya han dejado, en muy poco tiempo, de ser humanos, de ser civilizados, no de ser niños (hay que verlos nada más en sus juegos de niños mientras descansan de las hostilidades del medio). Ha primado el lado animal, ese rasgo oculto por la cordura, y los niños danzan frenéticos en rituales salvajes. El Fuego —otra vez— los convoca, y allí las costumbre tribales cobran vida y se hacen cotidianas. En adelante, salvo la reaparición de la civilización, el triunfo del animal sobre el hombre va a ser definitivo.
La película, además de ser una magnífica adaptación, con un gran respeto por lo esencial de la novela, agrega a ésta la riqueza de la excelente musicalización de Philippe Sarde, acorde con los tiempos narrativos y el gradual dramatismo de las acciones. La fotografía es de una belleza exultante: la naturaleza mostrada sigue siendo exuberante y esplendorosa así lo que ocurra en ella sea terrible. Las imágenes en cámara lenta, con largos planos abiertos en las escenas de mayor peso dramático, hacen que los ojos del espectador discurran aterrados allí donde sólo se preveía dulzura. Hay que volver una y otra vez dentro de la película al plano central, ese en el que el árbol, antes frondoso, sirve como testigo silencioso al deterioro de las relaciones entre los niños y al nuevo rumbo que toman los acontecimientos. Pareciéramos estar frente al árbol apocalíptico de Medea, o de Esperando a Godot.
Dentro del abanico de niños presentes: Simón, Sam, Roger, Billy, Andy, Rog, Mikey, Steve, Pablo, Rusty, Jhon, Harper, Hill, Luke, Larry, Eric, Sheraton, Peter, Tony, Luke, Ralph, Piggy, Ralph y Jack, sobresale la caracterización de este último, quizás la mejor lograda de la película. Los demás personajes orbitan alrededor de él, incluso Ralph.
Filme de desolación, de incertidumbres, de desesperanzas. Poca fe nos queda en la humanidad, en esta irredenta humanidad que tiene como certeza de su futuro a los niños.

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