sábado, 22 de enero de 2011

El jefe, de Jaime Escallón, 2011

El jefe, de Jaime Escallón: un burdo humor hecho a las malas, 2011

Por Betuel Bonilla Rojas

Que el cine colombiano está hecho con las uñas; que los actores, además de hacer todo lo posible por caracterizar bien a su personaje, deben sacar de su bolsillo para gastos de producción; que hay que apoyar la industria nacional, son algunas de las razones que hacen que los colombianos, pese a todo, pese al Fondo para el Desarrollo del Cine, sigamos viendo eso que llamamos “cine nacional”.
Pero bueno, digamos que uno hace el esfuerzo, que con el corazón puesto en esa abstracción que es la patria cae seducido por una de estas razones y decide pagar la boleta. Uno sabe, lo sabe con absoluta seguridad, que en las primeras de cambio una voz en off (casi siempre de un adulto con ridículas ganas de nostalgia), nos pone frente a un insoportable flashback que nos hace arrepentirnos de haber entrado con el gesto de “otra vez de lo mismo”. Este recurso, sumamente ingenioso, inventado por los creativos directores colombianos, no falla. Si este flashback a veces no está presente, tenemos que aguantarnos, hasta el cansancio, las groserías de mal gusto (como si en Colombia sólo se hablara de esta manera), o modelitos haciendo los pinitos de algo de lo que no tienen la menor idea, es decir, de actuar, o los mensajes narco-políticos de directores mediocres que toman prestadas historias aún más mediocres de escritores mediocres pero muy bien relacionados. Y esto es lo que llamamos cine nacional.
Aun así, uno espera que de pronto algún director audaz se salga del libreto y nos depare una sorpresa, que de pronto uno de estos magos del ingenio y de la imagen asuman que no todos los colombianos somos una recua de ignorantes que nos desternillamos de risa con sus hilarantes historias plagadas de un pormenorizado cuadro sociológico, de lugares comunes y de sesudas muestras de lo que nosotros somos. Es decir, ellos, los directores, han fundado el ser colombiano. Como los costumbristas fundacionales en el siglo XIX, los directores colombianos nos han hecho ver lo que somos. Pero no. Una vez, y otra, y otra, tendremos que seguirnos conformando con haber apoyado el paupérrimo cine nacional, aún a costa de nuestra paciencia y nuestro bolsillo.
Nadie es más culpable que uno mismo. Esas razones antes mencionadas me llevaron a ver El jefe, la película de Jaime Escallón, basada en el libro Recursos humanos, de Antonio García Ángel. Porque de todas maneras uno es colombiano y queda mal no dar cuenta del cine nacional. Digamos que el libro es entretenido, que, pese a la bendición de Mario Vargas Llosa, éste, en sí mismo, está muy lejos de ser buena literatura. Es un libro divertido, con algunos pasajes francamente amenos, lleno de un moralismo que apenas se disimula por unos disparates que pudieron, perfectamente, haber parecido muy atractivos al director.
Pero esto nada tiene de cinematográfico. Entonces, el director intenta explotar dos de los tres elementos que pueden servir de gancho para captar audiencia: la relación ilegal de Ángela y Ricardo Osorio y el humor que, especialmente en la novela, encuentra en las pilatunas de Osorio, o el capítulo del casting de magos, los momentos más logrados. Entonces, confiados en la aparente vulgaridad del público que visita una sala de cine en Colombia, la película apela a lo evidentemente escatológico para hacernos morir de risa. Reímos porque la boluda de la secretaria se vomita encima del “jefe”, reímos porque la inocente criaturita deja rezagos de heces en el pantalón de Osorio, reímos porque él mismo embadurna de excrementos la oficina de Fonseca, reímos porque después de que en varias escenas la vida del héroe se pone patas arriba, descubrimos que estábamos en un sueño, ¡qué original!, en fin, reímos y más reímos porque lo más fácil en el cine es hacer humor con lo obvio, con lo que saca risas de malicia o de asco. Nada más. En esto, desde luego, cada plano es tan predecible que no provoca seguir adelante, sino morirnos de risa ante tan escasa imaginación.
En la otra línea temática, la del humor “negro” de la historia, es decir, la de la risa más lo macabro, ocurre casi lo mismo. Sumamente original resulta que lo grotesco, como el clisé más a mano del humor, abunde por doquier, desde el desaforado sexo entre Ángela y Ricardo, pasando por el escultural cuerpo del “jefe”, exhibido una y otra vez en planos generales y medios para obligarnos a mirar hacia sus pintorescos calzoncillos años ochentas, o las constantes alusiones a lo sexual y lo excrementicio, con frases muy ilustrativas de nuestra riqueza idiomática, o los inesperados golpes de mala fortuna que tienen el protagonista y otros personajes (revólver y muerte accidental de por medio, no podían faltar). Todo abunda de tal manera que fatiga, que cansa por lo fácil, lo obvio y lo inmediato. Más que un guion elaborado desde el respeto por una secuencialidad temática, por la selección de escenas que contribuyan a la construcción de lo verdaderamente cinematográfico, lo que tenemos es a un mal contador de chistes, un humorista de pésimo gusto que confunde el humor con la vulgaridad. Pero claro, otra vez, dirán que “es que así somos los colombianos”. Y pueden llegar a tener la razón.

En cambio, para poca fortuna de la película, el tema más cinematográfico de la novela se ha perdido por el excesivo énfasis en los elementos anteriores. El descenso de Osorio por los laberintos de la fábrica, la intromisión cada vez más esquizofrénica en esa vida subterránea que tiene lugar entre los intersticios más secretos del sótano, apenas sí se presta para trasladar unas pocas escenas de ese burdo humor hacia allá. Y entonces todo, de repente, se vuelve una especie de parodia de thriller muy jocoso en el que un descerebrado y delirante jefe juega a ser detective a la vez que es engañado. Mejor combinación no podía ser pensada. Una brillante, cristiana y generosa lección de lo que le puede pasar a un colombiano que planea fugarse con la “otra” sin dejar plata a su mujer. Un castigo al cinismo. En medio, el esfuerzo de un Carlos Hurtado que hace todo lo humanamente posible por hacer homenaje a su primer protagónico, aunque falle en el intento; o el esfuerzo menos épico de Marcela Benjumea para estar a la altura de sus papeles en televisión y poder dejar en claro de una vez y para siempre que las mujeres colombianas se las pillan todas; o los encantos fallidos de una Katherine Porto que oscila entre la esperanza hipertrofiada de la femme fatal y la sorprendente y fallida vocación de querer dar aquello que no se posee, o la indudable certeza de que las coproducciones son una especie de colchas de retazos en las que el billete no tiene compasión del espectador ni del buen gusto, y de eso sí que tenemos malos ejemplos.
Pero bueno, es cine nacional, y algún día se verá algo de calidad. Mientras tanto, sigamos pagando la boleta porque muchos diremos que “¡ah duro que les toca a los pobres realizadores colombianos”!

1 comentario:

  1. Es evidente la falta de creatividad de nuestrso productores colombianos, ya que estamos acostumbrados a las reinteradas ocasiones en que las peliculas de nuestro país, buscan como proposito fundamental divertir al espectador, y no generar consciencia ante las dificultades que se presentan en colombia; las producciones cinematograficas juegan un papel importante en el desarrollo critico de las personas, aunque es relevante llevar un humor atractivo para la gente, no se debe olvidar los lineamientos propositivos del autor, enfocados obviamente a resultados positivos. J.J.

    ResponderEliminar