domingo, 3 de mayo de 2009

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Pygmalión, de Anthony Asquith y Leslie Howard, 1938

Por: Betuel Bonilla Rojas

Cuenta el mito griego que Pygmalion, rey de Chipre y célebre escultor, pasó buena parte de su vida anhelando la presencia de la mujer perfecta para tomarla como esposa. Esculpió entonces la estatua de una bella mujer, a la que llamó Galatea y, merced a un sueño en el que Afrodita insuflaba vida a su creación, hizo realidad su deseo.
Con esta noción del mito escribió George Bernard Shaw su célebre obra teatral, Pygmalion, publicada en 1916. Esta pieza de Shaw dialoga con lo mejor del teatro, tanto el contemporáneo como el clásico. Tiene, por ejemplo, la genialidad, el cinismo y el gusto a champaña de las mejores piezas de Wilde —La importancia de llamarse Ernesto—; o el análisis irónico de época que caracterizó a un Ibsen, a quien el propio Shaw idolatraba —Casa de muñecas—. Con varias y exitosas presentaciones de la obra en Europa, fue muy rápido el tránsito de Pygmalion hacia el cine, una industria que, por demás, todavía extraía su materia prima principalmente de la literatura.
Anthony Asquith, célebre director de la época, acogió la idea y vinculó al proyecto, como codirector y actor, a Leslie Howard. La película se estrenó en 1938 y, para el año de 1939, durante los premios Oscar, recibió el galardón a Mejor Guión, además de tres nominaciones: a Mejor Película, Actor de Reparto, Actriz de Reparto.
La película, fiel y absolutamente obediente a la idea de Shaw, es una bella puesta en escena que apela no sólo a la brillante caracterización de Leslie Howard en el papel de Henry Higgins, sino a los mejores recursos con los que para la época contaba el cine. Empieza allí mismo donde Shaw abre su drama, en una concurrida plaza en la que se venden flores. Hay gritos y personas que transitan y dentro de ellas emerge la figura de Eliza, una tosca mujer que reparte flores y habla de manera extraña, con recortes de palabras y extraños sonidos que se asemejan más al gorjeo de los pájaros. Muy pronto entra en situación Henry Higgins, profesor e investigador de la fonética del lenguaje, quien, a la usanza de la policía secreta, toma nota de los comportamientos lingüísticos de los habitantes.
Inmediatamente sobreviene un impase con las dos damas de la familia Hill, y el profesor aprovecha este momento para echar a andar a andar su proyecto, el mismo que le da sentido a la película.
Así, Higgins, y el coronel Pickering, a quien Eliza degrada inocentemente al rango de capitán, acuerdan una especie de apuesta en la que Higgins se compromete a hacer de Eliza, una burda muchacha analfabeta, toda una huésped de la aristocracia inglesa, esto en tres meses.
Se pasa entonces de planos en exteriores y de conjunto a planos generales, en interiores, en la casa de Higgins. Allí, apoyado en la señora Pearce, el investigador comienza la transformación de la elemental Eliza en una refinada dama de sociedad. Es una metamorfosis tanto interior como exterior, mediada siempre por los avances graduales en el manejo del lenguaje que Eliza empieza a alcanzar. Son planos cortos los que tienen lugar en esos instantes de transformación. Abundan las relaciones entre campo y fuera de campo a través de un recurso que para la época era toda una sensación, los espejos como la posibilidad de traer al encuadre aquella porción de la realidad que por razones de espacio no alcanzaba a ser tomada en un solo plano.
Un día, de la nada, hace su aparición el señor Doolittle, el padre de Eliza. No teníamos noción de él porque el abandono de ella hacía pensar en una orfandad. Es este un personaje simpático, inescrupuloso y grotesco, que cree ver en el enclaustramiento de su hija un motivo para chantajear al adinerado Higgins. Pero la inteligencia y la severidad del profesor lo doblegan y sale por donde llegó, sin haber conseguido mayores dividendos de su visita.
Mientras el experimento avanza en medio de métodos irritantes y fonógrafos que registran el progreso de Eliza, el coronel Pickering sirve de testigo a cada uno de los pasos. Higgins nunca disminuye la intensidad de su enseñanza, que asume aun las horas nocturnas y que pretende llenar la vacía cabeza de Eliza con conocimientos, en su mayoría de índole protocolario. Rápidamente pasamos de un plano a otro, en la misma secuencia, pues más que el detalle importa la mirada abarcadora de lo que se hace con Eliza.
Incorporada ya al nivel de las mejores aristócratas inglesas, pronto la nueva dama debe soportar la prueba de fuego en un prestante salón de la nobleza. Antes, ha tenido una primera salida, desafortunada, la cual marca el reencuentro con las Hill y con Freddy, un extraño sujeto, miembro de la misma familia, ridiculizado al extremo en esta propuesta de Asquith y Howard.
El experimento resulta todo un éxito y Eliza es no sólo aceptada sin miramientos, sino que es ascendida al nivel de una enigmática húngara de sangre azul, atributo que le confiere un estúpido discípulo de Higgins, ya no, como fina parodia, en lenguas regionales, sino universales.
Estos instantes de gala son aprovechados por los directores para hacer uso de un refinamiento en los planos, con grandes profundidades de campo y abundantes planos de detalle en los que se aprovecha al máximo la cámara para poner de presente la fastuosidad del escenario. Es una estilización del enfoque. Abundan los planos generales que de manera, ahora sí detallada, se detienen en este o aquel vestido, en esta u otra dama, entre la cuales Eliza parece ser siempre la soberana.
Luego, ya en casa y terminado el experimento, Eliza retorna a su papel de simple aprendiz de Higgins y se pierde el encanto de su primera noche de Cenicienta. Pero ella es ya otra y se le rebela a su creador. La obra del escultor, entonces, en una trasgresión del mito, desobedece el pasivo papel asignado y decide asumir un discurso propio, ahora en su nuevo lenguaje. Viene entonces uno de los mejores pasajes de la película, aquel en el que la pareja Eliza-Higgins discute sobre la legitimidad del tratamiento aplicado y se pone en tela de juicio el humanismo del profesor. Es una discusión elaborada mediante el recurso técnico del plano contra plano, encuadres de enorme factura que pueden servir de lección a la hora de sortear situaciones similares. La palabra va y viene sin que uno de los dos tenga que abandonar completamente el encuadre.
Un poco desde la inventiva del propio Shaw, un tanto desde los aportes de los directores, los diálogos de la película y la manera en que se estructuran son magistrales, revisten a la historia de las mejores discusiones intelectuales de la época. El intelectualismo tan en boga, en un mal aprendizaje del superhombre nitzscheano, se deja ver en todo su esplendor en las intervenciones crudas y los métodos positivistas de Higgins, por supuesto, en perfecto debate con el humanismo que pregonan Pickering y la misma Eliza, aun sin conocimiento de causa.



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