jueves, 30 de abril de 2009

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Escritores de la libertad, de Richard LaGravenese, 2007

Por: Betuel Bonilla Rojas
Hay en la historia del cine películas que parecen ya haber sido hechas, propuestas que en ciertos fragmentos se antojan remakes de otros filmes, de otros directores. Este es el caso de Escritores de la libertad (1999) y Mentes peligrosas (1995). Ciertos elementos comunes permiten evidenciar influencias, marchas paralelas. En ambas, por ejemplo, tenemos el caso de mujeres heroicas que doblegan adversidades. En ambas, más que instituciones educativas, pareciéramos estar frente a reformatorios, reclusorios que albergan delincuentes potenciales o reales. En ambas, hay antagonistas que bordean la otra orilla, simpatizantes obstinados en que nada cambie, en que el determinismo social siga su curso de segregacionismo.
Pero bueno, si estos son elementos coincidentes, también son muchas las diferencias. Hay que ver nomás el papel plano de Louanne Johnson, encarnado por Michelle Pffeifer, en Mentes peligrosas, un personaje al que sólo le conocemos su terquedad por mejorar el orden imperante, pero que de tan heroica parece tener poco de humano. No ocurre lo mismo con Erin Gruwell (Hilary Swank), para el caso de la película de LaGravenese, un personaje mucho más dinámico, con altibajos en su periplo y sus emociones, que asume su heroicidad a plenitud pero sin renunciar a su condición de mujer, atravesada por problemas de orden afectivo, con Scott, primero, y con su padre, después.
En esta última propuesta, al menos en su primera hora, el director parece querer cometer los mismos errores de John. N. Smith, es decir, reducir todo al mero melodrama, al mundo simplificado de los salvados y los salvadores, sin matices, sin que las emociones y los dramas de los personajes alcancen a ser nuestros. Pero en un segundo fragmento, la película de LaGravenese cambia de dimensión y la tensión se agranda porque empezamos a ver frente a nosotros a seres humanos casi reales, seres que se conmueven y perturban (como en las extraordinarias imágenes de los testimonios del holocausto), que padecen flagelos que reconocemos como ubicables en nuestro mapa del universo. Curiosamente, a la par de esta nueva dimensión, también la forma toma un giro y aparecen recursos cinematográficos ejemplares, como el plano contra plano en una de las disputas entre Margaret Campbell (Imelda Staunton) y Erin Gruwell, recurso que eleva la tensión en el momento en que los dos modelos pedagógicos se contraponen, o los difuminados sobre el cuerpo de Erin dándonos la sensación de movilidad y de paso del tiempo, o los planos en cámara lenta que se combinan con los flashback cuando los estudiantes, a partir de sus diarios, dan cuenta de la crueldad que ha rodeado sus vidas, técnica que parece haber sido tomada de Walter Salles en su bella Estación central, 1997.
De todas maneras, para el caso de la película de LaGravenese , y sin renunciar a lo que de melodramática y sensiblera tenga la propia historia, esa que parte del libro The freedom writers diary, de Erin Gruwell, estamos ante un producto mucho más elaborado en términos cinematográficos, con una historia central bien definida (la de los chicos y sus dramas particulares), pero que va conectando con otras temáticas perfectamente engajadas dentro de su intención. La alusión directa y de lejos a las famosas Panteras Negras es un claro ejemplo de la manera en que la historia real se acopla con la ficción para dar la sensación de totalidad, de fusión entre los dos mundos (se puede ver también la conexión con Panteras negras, la película de Mario van Peebles de 1995).
También constituye un indudable acierto el giro repentino que van tomando los personajes en sus actos y sus actitudes, algo que pone de presente un muy buen guion, que , insisto, trata no tanto con criaturas ficticias del cine, sino con seres de carne y hueso. Baste, por ejemplo, ver la forma en que el personaje de Scott (Patrick Dempsey), va de la euforia y la felicidad al derrumbamiento absoluto, a la pérdida de las certezas, una marcha que corre opuesta a la de los logros de los demás personajes (“no todo puede ser felicidad porque si no estaríamos en un mundo irreal”, parece querer decirnos La Gravenese). O la manera en que Steve Gruwell (Scott Glem) adopta un giro contrario que va de la oposición a ultranza a la complicidad, se va humanizando en la medida en que esos dramas empiezan a tocarlo de cerca. En cambio, con Margaret Campbell sucede justo lo que debía ocurrir en el campo de lo real, así eso contradiga nuestros deseos como espectadores. Ella no se modifica porque representa esa línea dura que no está dispuesta a cambiar así la vida le demuestre lo contrario.
Es obstinada y en su rígida mente la idea del movimiento está excluida. Hay en cierto momento del filme una pequeña trampa que nos hace presagiar otros rumbos. La señora Campbell se asoma a ver cómo avanza la entrevista de la invitada con los estudiantes y pensamos, como espectadores heroicos, que ese hecho la hará cambiar. Y puede ser que efectivamente se haya conmovido, que en lo profundo de su ser entienda que su lucha es un error. Pero ella no es una persona, es todo un sistema que se niega al cambio porque de fondo hay otros intereses, otras motivaciones secretas en las que la idea de la igualdad no es bienvenida. “La integración es una mentira”, dice en una ocasión uno de esos personajes que encarna la línea “dura”.
Es aquí, justamente, cuando la película se separa de esos filmes marcadamente melodramáticos para insertarse en un plano más hondo del debate. Haber hecho concesiones en todos lo sentidos hubiera sido dar un mensaje de felicidad que no se corresponde con un verdadero análisis del asunto.
Los famosos Diarios de los escritores de la libertad, con una Erin Gruwell de verdad a la cabeza, vieron la luz en Los Ángeles, en 1999. Esto tenía lugar en la institución Wilson, un plantel que, merced a los últimos decretos en materia educativa, empezó a reclutar a jóvenes pandilleros que resultaban un problema para la comunidad. Rechazados por los profesores que vieron en ellos una afrenta contra la calidad educativa y la permanencia de los jóvenes adelantados, encontraron en Erin una luz para salir de sus problemas y acariciar fugazmente una pequeña esperanza de ser ciudadanos de bien.
Sobre esta idea arma LaGravenese su película. En ésta, la reflexión sobre la educación ocupa lugar primordial, así esa discusión no se haga de manera explícita sobre presupuestos teóricos, sino que más bien se deslice a lo largo de toda la película, a lo largo de varias décadas de la humanidad, y encuentre como conclusión que la tolerancia es necesaria para que la humanidad marche equilibrada hacia un destino común. La historia de la humanidad está plagada de errores y es tarea de la educación propender porque no se repitan, y del cine, como arte y esfuerzo de síntesis, dar cuanta de tales disputas.






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