lunes, 4 de octubre de 2010

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Somos guerreros, de Lee Tamahori, 1994

Por Betuel Bonilla Rojas
Cuando en el año 1993 la película El piano (Jane Campion), obtuvo tres premios Óscar y la Palma de oro en el Festival de Cannes, muchos apenas sabían de la existencia de un cine en Nueva Zelanda; es más, hasta ese momento, de este territorio apenas sí se tenía como referente su cercanía con Australia, o algo sobre su capital Wellington, o acaso algún dato aislado sobre Auckland, su ciudad más grande. Este país no era para nosotros, hasta la exhibición de tan extraordinario filme, más que un lugar exótico, de esos que no podemos ubicar de forma precisa en la geografía universal.
Pero, justo al año siguiente de este éxito cinematográfico, nuevamente un director neozelandés sorprendió con otra producción de calidad, esta vez una ópera prima que, a diferencia del cine de época planteado en El piano, incursionaba en una realidad más cercana, quizás más dolorosa, y que exploraba sin tapujos la crueldad de un medio en el que el licor se erige como salida o tabla de salvación del individuo. Por supuesto, luego del estreno de la película de Tamahori, la coyuntura mundial sirvió para que su película fuera adoptada como caballito de batalla de organizaciones que luchaban contra el maltrato a las mujeres y a los niños en el mundo entero. De hecho, cada vez que este tema, tan vigente hoy en día, se anuncia en algún debate o reflexión sobre la materia, Tamahori vuelve a ser visitado para dar luces sobre el particular.
Curiosamente los primeros minutos de la película discurren en medio de una música alegre, de una relación familiar casi feliz, de esas cuya presencia escasea en los actuales tiempos. Mientras los créditos son presentados, el espectador contempla, como en un seriado nortemaericanbo, la aparición uno a uno de los miembros de la familia Heke, mediante el punto de vista de la madre (Beth): Jake (padre), Nig (hijo mayor), Grace (hija). Todos, de una u otra manera, ofrecen un carácter pintoresco, esto debido tal vez a la característica especial de la raza mahorí a la que pertenecen, lo cual hace que se vean muy extraños a nuestros ojos occidentales. Un poco más adelante, en un suculento plano abierto, un sugestivo lago de una valla publicitaria nos acerca al paraíso, al territorio de la dicha eterna.
El drama se anuncia bajo la forma de un despido del trabajo al padre y la aparición irremediable del licor como paliativo. La relación tambalea y entendemos que nada en verdad era como creíamos, que apenas sí era una tranquilidad provisional, ilusoria. El padre, un individuo hecho sólo de odios y de músculos, un energúmeno prisionero del licor, traslada la cantina a su casa y golpea una y otra vez a su mujer, ante los ojos de sus hijos, y de paso expone a los chiquillos a la violencia feroz de los adultos.
Entonces tenemos el cuadro total, el paulatino deterioro del núcleo familiar y la consiguiente orfandad de unos párvulos desprovistos de afecto: Nig se refugia en el desdén y las excentricidades de un grupo de gorilas rocambolescos, con rituales sorprendentes de tan excesivos, híbridos perfectos de todas las influencia raciales; Grace escribe como expiación y exorcismo, huye hacia la compañía de lo marginal (Trot) para evitar el odio hacia la aversión al padre y la incomprensión de la madre; Boogie, frágil de carácter, encuentra en el latrocinio, el reformatorio y la disciplina de lucha maorí un desfogue a su impotencia; Polly y Hu, desde la inocencia de sus cortos años, lloran y se consuelan con migajas de ternura; Beth sólo cumple con un lastre heredado, con un destino impuesto por alguien anónimo a la mujer – “cierra la boca y abre las piernas”–, y escasamente consigue reaccionar cuando ya la culpa la ha traspasado; y Jake bebe, golpea, se confunde dentro de una masa informe de desadaptados que suplen con los puños la carencia total de sensibilidad y cerebro. La tragedia es inminente y nada parece querer contribuir para que ellos puedan despertar de la pesadilla.
Vista así, dentro de una trama más o menos cotidiana, la película bien pudiera haber sido hecha en cualquier otro lugar, sin que la lectura variara sustancialmente. El valor agregado de Tamahori se encuentra en el análisis al odio racial, en la profundidad con que su cámara explora los sentimientos encontrados de un país que niega el reconocimiento del otro, de aquel que piensa y se expresa de manera diferente. El pasado, el respeto por lo ancestral, por la tradición y las costumbres, parecen ser el reclamo reiterado de una comunidad ignorada, explotada y sometida, víctima del frenesí y el delirio de un pueblo adicto, proclive a cualquier forma de obsesión humana.
Técnicamente la película mantiene un formato clásico, con diégesis lineal y con encuadres y planos de gran sutileza, que acentúan las expresiones de los personajes. La música, compuesta de canciones modernas y maoríes, confiere además una enorme riqueza a la historia y proporciona el aditamento especial para la verosimilitud del drama, además de uq emanipula las emociones de los espectadores. Las caracterizaciones, en especial las de Rena Owen (Beth), y Temuera Morrison (Jake), abundan en ejecuciones extraordinarias, logrando transmitir al espectador la desazón y el odio que los invade. Asimismo, varios pasajes memorables se aprecian, sobre todo cuando el ritual maorí aflora en toda su dimensión, en el reformatorio, en el entierro de Grace, o en la despedida definitiva a los fantasmas en el cuarto de la chiquilla. Brillante además es esa suerte de metáfora corrosiva que traspasa, mediante un raccord por yuxtaposición, la rapiña de un borracho energúmeno que devora a su mujer mientras, en el plano siguiente, son los perros callejeros los que se solazan, igual de rabiosos, con la carroña.
La película, basada en el primer libro de la trilogía de Alan Duff, fue ganadora como Mejor Película del Grand Prix de las Américas, así como del Australian Film Institute. Recibió también el Premio a Mejor Película, Premio del Jurado Ecuménico, Premio del Público a Mejor Película y Premio a Mejor Actriz en el Festival de Montreal, a Mejor Película en el Festival de Durbán (Austria), y Premio a Mejor opera prima en el festival de Venecia.

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