viernes, 10 de abril de 2009

Los cuatrocientos golpes

Los cuatrocientos golpes, de Francois Truffaut, 1959

Por: Betuel Bonilla Rojas

Varias preguntas rondan la reflexión sobre la educación a través de todos los tiempos: ¿Es la institución educativa, con todas sus normas y sus mecanismos, el terreno propicio para los desarrollos de niños, niñas, jóvenes y jovencitas? ¿Qué tanta incidencia puede tener en dicha educación los antecedentes familiares, aquello que el niño porta genéticamente y que lo hace único en el universo? ¿Pueden los padres, sin más, depositar en las instituciones la confianza absoluta para que allí sus hijos sean formados en conocimientos, actitudes y valores? ¿Cuál es el porcentaje de responsabilidad de la institución educativa, y cuál el de los padres en casa? ¿Cuál sería la educación ideal?
Ningún aparato de la sociedad, ninguna sociedad en sí misma, ha podido, en uno u otro momento, evadir estas preguntas. Tampoco el arte ha sido esquivo a éstas. Charles Dickens, en Tiempos difíciles, intentó resolverlas a su manera. También lo hizo don Miguel de Unamuno en Amor y pedagogía, o Manuel Rivas en ese magistral cuento que es La lengua de las mariposas. El cine, por supuesto, ha hecho valiosos aportes a la discusión.
En este caso dicha reflexión le corresponde a Francois Truffaut, el enfat terrible de la Nouvelle Vague. El guión estuvo a cargo de él y de Marcel Moussy. El escenario es París, en los años cincuenta, y el protagonista es el jovencito Antoine Doinel, de doce años, encarnado, en su primer protagónico, por quien a la postre sería el actor preferido de Truffaut, Jean Pierre Léaud.
Al comienzo de la película viajamos en una cámara subjetiva a través de París, al menos así nos lo indican ciertos íconos, como la torre Eiffel, que primero vemos de lejos y luego rodeamos hasta casi tocarla. Es una cámara, como lo indicaban las reflexiones de la Nueva Ola, que viaja casi al hombro, que por momentos pareciera perder foco y que registra angulaciones distintas para cada uno de los planos, por supuesto, de la mano de la excelente fotografía de Henri Decaë. Todo el aprendizaje, toda la reflexión planteada desde André Bazin (a quien está dedicada la película) sobre el cine como constructo teórico, parecieran estar apareciendo en la opera primera de Truffaut, un abierto homenaje, salta a la vista, a Cero en conducta (1933), de Jean Vigo.
De ese primer viaje, hecho al parecer por el protagonista, Antoine Doinel, saltamos inmediatamente al colegio y escuchamos la frase lapidaria de uno de los profesores: “El recreo no es una norma sino una recompensa”. Por supuesto, ha sido emitida con toda su carga de in (justicia) por el incumplimiento de Doinel a una de las tareas dejadas por el profesor. Doinel, hasta ese momento, no encaja en el modelo del chico díscolo, indisciplinado, de ojos vivaces y andar turbio; por el contrario, es despacioso, de ojos tristes, retraídos, y más bien hace todo con cierta desidia, como si no le diera mayor importancia al trabajo en clase y al posterior castigo. Pero inmediatamente después empezamos a entender algunas cosas. Las conversaciones entre Gilberte y Julien, su madre y padrastro, no son lo que se dice ejemplarizantes, están llenas de silencios, de frases cortadas que laceran cada vez que se emiten, de miradas que no se condicen con el amor de los padres entre sí. Pocos minutos después lo comprueba el propio Doinel cuando ve a su madre, en plena calle, besándose con un hombre que no es su padrastro. Para colmo, dicha verificación se da en presencia de su amigo de clases, una pena y una vergüenza que se vuelven compartidas.
Luego tenemos el conflicto en su máximo punto a lo lago de toda una semana. Antoine sigue faltando a sus deberes en el colegio, cada vez más de la mano de su amigo, y las sanciones y reprimendas avanzan de manera directamente proporcional. Ya nada parece detener su desazón, esa incomodidad que empieza en casa y que explota en el aula de clase, en medio de profesores ortodoxos que ven en la disciplina el grado máximo de desarrollo de sus alumnos. Pero no todo en él es evasión e inconformidad, no todo en él es carencia de responsabilidad ante la sociedad y los deberes intelectuales propios de la fase que le compete. Lo vemos leyendo a Balzac, en la agobiante soledad de su hogar, y es justamente su devoción hacia el autor de Ilusiones perdidas lo que hace que su padrastro, al parecer su único cómplice, termine por retirarle el apoyo. Es un caso accidental, pero todo condena a Antoine, todo indica que va en camino de convertirse en una granuja que requiere urgentemente de un escarmiento.
Ya en la calle, condenado doblemente, por su colegio y por sus padres, Doinel se las ingenia para sobrevivir en medio de las fuertes condiciones del medio. El pillaje no es en él algo asumido, es sólo la respuesta transitoria a una situación que desborda su propia capacidad. Tampoco es tan estúpido como para morir sin ofrecer resistencia, sin dejarlo todo por conseguir alimento. Pero entonces, en un extraño viraje, vemos que se arrepiente por un instante en uno de sus pequeños robos y nuevamente es descubierto. Parece que ahora, con este nuevo Doinel, se hace efectiva una frase que el propio Truffaut va a acuñar más adelante en otra de sus películas, El niño salvaje (1969): “Ahora Víctor ya tiene conciencia de lo que es justo e injusto, ahora ya podemos decir que es un hombre”.
Antoine nunca pierde el pudor, nunca se engaña a sí mismo, nunca traiciona lo que él es. Desde niño ha recibido, uno tras otro, duros golpes que van haciendo de él alguien particular, que van mellando su condición de niño soñador. Como todo niño está expuesto a las influencias del medio, se deja permear por cierto comportamiento non santo que pone a tambalear transitoriamente su personalidad. Paulatinamente, víctima de agentes externos, salta de un encierro a otro, de una cárcel a otra, mientras que su imaginación vuela en procura de la libertad del mar: primero es el encierro del hogar, la soledad no elegida de su habitación en medio de padres con otra escala de prioridades distintas a la de la atención de hijo no deseado; luego es el encierro del colegio, la disciplina a través de pitos y filas repetidos día tras día como una rutina insoportable; luego es el encierro del reclusorio, el ser arrojado al seno mismo de las malas costumbres para que haga su tránsito completo hacia la delincuencia. Y para cada encierro Antoine propone una fuga, una salida, bien con las ensoñaciones de Balzac, o con esas desatenciones involuntarias que lo hacen objeto de severos castigos.
Al final, en un plano largo que remata en un extraordinario congelado, célebre en la historia del cine, creemos que Antoine puede llegar a suicidarse, que tanta carga ha colmado su capacidad de resistencia. Ha cometido una nueva fuga pero lo único que quiere es correr hacia el mar, perderse en el confín de olas y olas que viajan libremente mecidas por el viento, tal como quiere hacerlo el propio Antoine.
Con este magistral debut, Truffaut se hizo merecedor del premio a Mejor Director del Festival de Cannes, premio OCIC del mismo festival, premio del Círculo de Críticos del Festival de Nueva York, y obtuvo la nominación al Óscar por Mejor Guión Original. Jean Pierre Léaud, a su vez, fue distinguido por la Academia Británica de Cine como el actor revelación, el punto inicial de su larga carrera al lado de Truffaut. Especial énfasis, entendiéndolo como un aporte valioso a la técnica cinematográfica, están no sólo el vaije del comienzo, y el congelado final, sino, además, el magistral uso de planos en picado (como en el del registro de los animales en el cuarto de René), y el uso de la voz out en el momento en el que la psiquiatra, sin que aparezca en el encuadre, evidencia toda su
gravedad merced a las preguntas que lanza al desvalido Antoine.

No hay comentarios:

Publicar un comentario