martes, 7 de abril de 2009

La sociedad de los poetas muertos

La sociedad de los poetas muertos, de Peter Weir, 1989

Por: Betuel Bonilla Rojas

Una buena manera de asociar una propuesta estética a la condición de clásica tiene que ver con el entusiasmo que nos suscite cada visita, con el desenfreno que nos provoque su presencia, así dicha presencia se dé durante varias oportunidades a lo largo de la vida.
Si esta condición fuera efectivamente cierta, y fuera, a su vez, un cernidor riguroso a la hora de levantar una crítica, es posible que La sociedad de los poetas muertos diera en el blanco. Se puede visitar una vez, y otra, y otra, de manera continua o a lo largo de varios años, y la emoción seguirá vigente: seguimos compadeciéndonos de la suerte aciaga del sensible Neil; seguimos odiando las maneras ortodoxas del señor Nolan; seguimos abominando del semblante adusto y puritano de Tom Perry; seguimos celebrando las pilatunas pedagógicas de John Keating; seguimos, quizás, viendo en Welton Academy un poco de nuestra propia educación, represiva, dictatorial, más interesada en la disciplina que en la percepción holística de los seres humanos que la habitan.
La sociedad de los poetas muertos es una película a la manera de esos filmes con ciertos clisés bastante efectivos a la hora de engomar al espectador. Son clisés que aquí funcionan muy bien, que se articulan perfectamente con la historia, que producen altibajos emocionales en los espectadores, algo que, en últimas, es lo que queremos a la hora de ir a ver una película.
Es un clisé, por ejemplo, la presencia del señor Nolan, el director de la Welton Academy. Su rostro, sus modales y su accionar son el estereotipo perfecto del republicano norteamericano, del puritano bostoniano que pobló Nueva Inglaterra, cuna de los primeros vestigios de la colonización inglesa. Curiosa, pero no ingenuamente, mientras allí se predican los votos de obediencia, honor y disciplina, el profesor John Weating porta las ideas del más agudo de los contradictores, Henry David Thoreau. Desde el comienzo de la película queda claro que es Thoreau, en realidad, el autor intelectual de todos esos actos que a las directivas de Welton les parecen tan abominables y que achacan sólo a Weating. Y esa presencia, que si bien proviene de citas directas de su bello Walden, tiene más que ver con ese otro aprendizaje, el vital, el del carpe diem que proviene de otro grande, de Horacio. Entre el gran poeta latino (Horacio) y el padre de la desobediencia civil (Thoreau) deconstruyen todo ese falso andamiaje que Welton, durante varias generaciones, ha tratado de imponer como bastión de su enseñanza: a la obediencia ciega la desobediencia lúcida; a la vida austera y monástica los placeres y el aprovechamiento del día a día.
Otro clisé es Tom Perry. A lo largo de la historia del cine abundan este tipo de padres de costumbres estoicas, de morales sin tacha, impolutos hasta cuando son sus propios hijos el objeto de sus pecados. Muchos son los hijos que hemos visto sucumbir, inmolados, porque sus padres se niegan a reconocerles el derecho a ser distintos, a caminar distinto, a querer un destino distinto al prefabricado por sus arribistas padres. Y en ese mismo clisé, casi siempre, vemos como la tozudez paterna termina por flaquear en el momento de perder al ser amado. ¿Ya para qué?
Un tercer clisé viene dado por la relación casi imposible entre la niña comprometida (Chris), bella, para colmo hija de padres también adustos y prediseñados, y el joven entrometido (Knox Ovestreet) que violenta la apacible tranquilidad del pacto ya firmado. Y mientras el trasgresor es débil y timorato, el trasgredido es fortachón, se impone siempre a través de la fuerza de sus puños. Y en ese mismo clisé terminamos por presenciar el triunfo de la debilidad, de la constancia, las mieles del amor saboreado después de las vicisitudes.
Un cuarto clisé es el del delator. En este caso esa delación se suma al alto reprochable del desagradecido. Históricamente el poder ha contado siempre con sus maneras de seducir a los incautos para hacerlos hablar, aun a costa de sus propias ideas. Bien sea a través de la represión, o del soborno, o de ambas cosas, a cada ser justo le corresponde su contraparte, ese otro que cumple la ignominiosa tarea de conducirlo al patíbulo (Richard Cameron).
Un quinto clisé, quizás el más evidente, es el de la revancha del pequeño frente al grande, el del pez chico que en un acto de justicia divina termina por devorar el grande. Una vez más David vence a Goliat valiéndose de los elementos más rupestres. John Weating, apabullado por las delaciones de quienes fueron sus amigos, entra descompuesto al lugar de sus batallas para alterar el sistema y lo que vemos es su gesto de derrota, su pundonor vencido, la certeza de que el orden no ha sido alterado. Pero entonces vemos a los delatores, liderados por el más tímido de ellos, Tood Anderson (un nuevo clisé), enfrentados al poder omnímodo del statu quo. Uno a uno se van subiendo sobre el escritorio para desafiar al poderoso; uno a uno van dejando salir ese algo de justicieros que todos llevamos dentro. Sentimos entonces la piel de gallina y celebramos, con Weating, el triunfo de la verdad, así sepamos que eso ha ocurrido transitoriamente en la comodidad de una sala de cine, mientras comemos crispetas y soñamos con un orden más justo, el que nos traen los clisés de ciertas películas.
Pero bueno, lo interesante de La sociedad de los poetas muertos es justamente eso, de qué manera, apelando al clisé, al manido efectismo de tales estímulos para tales respuestas, frente al resultado final quedamos satisfechos, soportamos y hasta disfrutamos de la forma en que inteligentemente cada uno de dichos clisés van apareciendo para procurarnos emociones harto distintas, la alegría y la tristeza, el júbilo y la reprobación, el temor y la ternura, el amor y el odio. Quizás habría que agregarle otro clisé, el final, el de tener que tomar partido por una u otra línea, no salir inmunes ante lo que acabamos de ver.
Es esta una película intencionalmente aleccionadora, edificante, indicativa de los destinos aciagos que se le pueden venir encima a una sociedad intolerante, una sociedad que irrespeta el derecho individual a ser distinto, a pensar distinto, a trazarse caminos que secretamente tengan que ver más con nosotros mismos, con esa esencia extraña de la que estamos hechos, como escribía Saramago.
Además de la trama, de por sí bella y necesaria, cabe destacar el excelente trabajo de musicalización de Maurice Jarre, con piezas del repertorio clásico, como el momento en el que Weating anima a los jóvenes jugadores en el campo de fútbol y los muchachos se mueven al ritmo de las notas musicales y los crescendos. Impecable también el trabajo fotográfico de John Seale. Si era Thoreau el referente mayor, nada mejor para un homenaje a él que el disfrute con los paisajes silvestres, como en su amado bosque Walden, en Concord, Massachussets, el regocijo con los ambientes a través de planos abiertos, tanto en emplazamientos de cámara en movimiento como en fotografía fija.
Película de culto, lo que le ocurre a estos jovencitos en 1959, en las agrestes montañas de Vermont, en el noreste de los Estados Unidos, bien pudiera seguir ocurriendo en nuestros días.

No hay comentarios:

Publicar un comentario