martes, 7 de abril de 2009

Esta tierra es mía


Esta tierra es mía, de Jean Renoir, 1943
Por: Betuel Bonilla Rojas
Dentro de la abundante filmografía que distinguió a Jean Renoir, separada entre una y otra producción por el lugar en el cual se encontraba trabajando el director francés, esta película pertenece al ciclo estadounidense, enmarcado, entre otras cosas, por una posición y una vocación política firmes y un cierto tono de propaganda en el discurso de los personajes.
El momento es en plena Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes, ya casi derrotados, ocupan aún vastos territorios, entre éstos el francés. Así, la película tiene lugar en un sitio indeterminado de Francia, presentado al comienzo bajo la noticia de “En algún lugar de Europa”. De entrada tenemos el monumento al soldado caído, ruidos de tanques y aviones bombarderos y enseguida la aparición del panfleto que incita a defender la tierra. Si nos atenemos a algo pronunciado más adelante por uno de los personajes —“El sabotaje es la única alternativa de un pueblo derrotado”—, podemos entender, de entrada, la motivación de este panfleto.
Sabemos inmediatamente que esa información clandestina significa una amenaza para quienes la portan, o para aquéllos a quienes de forma misteriosa les aparece por debajo de la puerta. Después vamos a la escuela y vemos al profesor Sorel (Philip Merivale), al tímido Albert Lory (Charles Laughton) y a Louise Martin (Maureen O`Hara). El primero sobresale por su temple firme, Louise por su aspecto irreductible, mientras que del segundo tenemos una semblanza pálida, la imagen de un individuo mermado al que su madre, Emma Lory, impone su voluntad, y a quien los alumnos le faltan al respeto al punto de tratarlo como uno más de ellos. Los panfletos se suceden uno tras otro y el mayor Von Keller (Walter Slezak), el jefe de los alemanes de la ocupación, busca afanosamente al causante.
Hasta aquí tenemos una serie de escenas de gran intensidad aunque apacibles, de enorme sobriedad, con una cámara siempre pendiente de los movimientos de los personajes y del comportamiento de cada uno de ellos. Paul Martin (Ken Smith), por ejemplo, finge moverse cómodamente del lado de los alemanes. Él trabaja en la estación del ferrocarril, juega a las cartas con los invasores y desde un comienzo nos resulta antipático porque parece ser el soplón. Sorel sigue decidido y Albert permanece tranquilo bajo la vigilancia de su madre, presenciando desde la distancia hechos que parecen no tener mucho que ver con él. Los bombardeos no cesan y los alemanes se aferran con todo a uno de sus últimos bastiones.
Pero la gravedad de los sabotajes aumenta y de los panfletos se pasa rápidamente a los atentados contra las tropas alemanas y contra el alcalde, su aliado. Pronto le vemos la cara al saboteador y compartimos con Louise el descanso de saber que su hermano Paul no era un traidor. Von Keller aprieta el cerco sobre los conspiradores y primero es detenido Sorel —dueño de los libros de tendencia subversiva que al parecer inspiran la ideología de los panfletos—, luego Albert —por portar uno de los panfletos—, y finalmente la madre de éste acusa a Paul de ser el culpable de los atentados. Paul es herido de muerte mientras intenta huir y Albert es dejado en libertad porque las palabras de su madre lo han salvado transitoriamente del fusilamiento. Ha sido George Lambert (Georges Sanders), el prometido de Louise, quien ha delatado a su propio cuñado. Albert va hasta su oficina dispuesto a matarlo pero George no soporta la presión y Albert lo encuentra muerto. A solas con el cadáver Albert es acusado de homicidio y a partir de este momento empieza su conversión.
Minutos antes, en la intensidad de un bombardeo, Albert ha dejado escapar todo su temor y Louise, de quien está secretamente enamorado, lo ve como un cobarde incapaz de cualquier acto glorioso por la patria. Al fragor de los disparos y las bombas Louise contrapone el canto dulce de los coros, conformados por los niños de la escuela. Este es quizás el pasaje más hermoso de la película, la resistencia civil encarnada mediante el arte, la civilización por encima de la barbarie.
A los alemanes, a varios ciudadanos y al propio alcalde no les resultan muy convenientes las revelaciones de Albert, pues él ha renunciado a la posibilidad de la defensa y por sí mismo busca esclarecer su inocencia. De repente, de pie ante el jurado, Albert olvida su propia defensa y en una disertación llena de inteligentes digresiones arremete contra el poder autoritario y erige a la democracia como el supremo poder de los pueblos. Todos los argumentos esgrimidos por el fiscal van cayendo uno a uno y el soborno de una libertad inmediata se ofrece como la medida más a mano para frenar el verbo vehemente y sabio de Albert. Las palabras de Albert son un llamado abierto a la resistencia, una invocación para que el sentimiento patriótico aflore en toda su extensión. No es suficiente conque el alcalde y el fiscal quieran callarlo, ni conque un militar alemán lo intimide desde la entrada, o conque su angustiada madre le ruegue cono los ojos que se detenga. Más y más sus arengas emocionan a los asistentes, más y más Louise descubre que ese hombre tímido que la idolatraba en secreto era en realidad un valeroso combatiente que se encontraba oculto a la espera de sacar a relucir su dignidad.
Profundamente conmovidos con las verdades apabullantes de Albert, el jurado en pleno decide declararlo inocente. Louise le agradece con el esperado beso y Albert sabe que ha firmado su sentencia de muerte. Ha salido inocente de homicidio pero su discurso, que nos recuerda al de Chaplin al final de El gran dictador (1940), resulta suficiente para que los alemanes vayan por él. Albert ha entrado completamente redimido a la escuela y el respeto de los estudiantes por el héroe se hace saber con un silencio reverencial. Ya no es el timorato profesor de otros días sino un hombre nuevo, ése que ha bebido de las enseñanzas de Sorel y que ahora les lee, uno a uno, los Derechos Universales del Hombre a sus alumnos. Ya no habrá más censuras, ya no habrá que arrancarle las hojas peligrosas a los cuadernos porque la libertad ha empezado a llegar.
Al final sentimos, con Albert, los pasos de los alemanes que se acercan. Hasta ese momento, Renoir ha puesto cada cosa en su lugar de tal manera que no nos angustiemos porque Albert vaya a ser fusilado. No hay dramatismo ni patetismo en esos últimos momentos, no hay despedidas mujeriles, es tan sólo la certeza de que su partida significa un abierto mensaje de esperanza para quienes quedan. Por eso una vez Albert traspasa el umbral de la puerta Louise retoma el libro y sigue enumerando los Derechos.
Erigida como una soberbia defensa de la dignidad humana, la película de Renoir pone el dedo en la llaga para advertirnos del peligro de estigmatizar a las personas por comportamientos que no siempre resultan ser los verdaderamente indicativos de su temperamento. La escuela es el posible escenario de la resistencia, la enseñanza el mecanismo a través del cual se puede aleccionar a niños y jóvenes para defender la libertad como bien superior de los hombres. Excelente ambientación y musicalización, esmerado cuidado en los detalles que hacen posible la construcción de todo un pueblo en estudio, hacen de este filme un clásico de todos los tiempos.

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